Me presento

Hola a todos, soy Santi, alias Galdor. Desde que tengo 16 años, las palabras se han vuelto mis aliadas para crear mundos e historias, y para dar mi peculiar visión del mundo real que nos rodea. He publicado unos relatos recientemente, y ahora estoy a punto de publicar mi primera novela. No obstante, sigo escribiendo cortos relatos, que serán mi regalo a este lugar donde guardaré trocitos de mi ser. Mi mail es santi_galdor_quantum@hotmail.com, por si alguien quiere opinar de una manera más personal. Muchas gracias.

jueves, 19 de diciembre de 2013

Segunda Música de los Ainur


Ylúvatar era el dios a través del cual los Ainur daban forma al mundo. Lloraba ante la belleza de sus creaciones y sentía que algo se desquebrajaba en su interior, ante las improvisaciones caóticas. A pesar de todo, era incapaz de cambiar el devenir de los acontecimientos. Se dedicaba a observar su creación.
En el comienzo de los tiempos, Ylúvatar gestó en su mente una idea de originalidad suprema. Dio vida a los Ainur para que, a través de sus pensamientos de maravillosa naturaleza, y haciendo uso de la música, generaran un mundo de la nada. A pesar de la fuerte conexión entre los Ainur y su creador, uno de ellos, trató de improvisar entre las sombras. El desconcierto de Ylúvatar fue mayúsculo, una tristeza sin parangón se reflejó en la composición musical por él inspirada. Melkor (Morgoth) fue el artifice de aquella artimaña. El mundo nacía de entre una espesa niebla. Las especies fueron emergiendo en su superficie y la historia de la Tierra Media y las Tierras Lejanas fueron cobrando forma. Hasta el Gran Final.
Ylúvatar reposaba extasiado, después de haber contemplado aquel espectáculo, entre lágrimas, euforias, sonrisas, desconsuelos y algún que otro desliz. No estaba del todo satisfecho: antaño, uno de sus músicos lo había insubordinado. A pesar de no ser un ente rencoroso, aprender de los errores era algo intrínseco en su naturaleza. Movido por el irreprimible interés suscitado por los poderes que sustentaba, dispuso su imaginación, la tendió, acariciándola y trabajó largas jornadas en un nuevo proyecto.
Al fin, extasiado y satisfecho, terminó su nueva obra. Como en la anterior ocasión, desarrolló, a partir de sus pensamientos, a un grupo de Ainur muy especial. De entre todos los buenos recursos que de su mente emanaban, las más bellas criaturas del antiguo mundo aparecieron dando forma a la orquestra de Ylúvatar. Sin duda alguna, nuestro dios se había decantado por la iridiscente belleza de las Eldar y mujeres de la antigua Tierra Media. De todas emanaba un aura de magnificencia nunca antes vista. Era el toque de Ylúvatar.
Así pues, nuestra deidad no había hecho distinción de raza, entre sus dos creaciones pretéritas originales. Durante todo aquel tiempo de contemplación, nuestro ente-dios se había sentido atraído, entre un remolino de orgullo y vergüenza, por la sutil y embriagadora fragancia que emanaba del sexo femenino. ¿Qué extraños cambios se le antojaban a Ylúvatar? ¿Era la vida contemplativa la mejor manera de disfrutar de los frutos de su imaginación?
Se puso manos a la obra, llamó a sus Ainur, las dispuso a su alrededor y empezó a darse forma. La sensación del crecimiento de unos genitales en su cuerpo, lo llenó de una fuerza sobrehumana que se expandió hacia las Ainur, que dispusieron sus instrumentos, para dar inicio a la Segunda Música de las Ainur. Fue tal la sonoridad, el sentimiento que pusieron en ello las mujeres, que Ylúvatar decidió recrearse -a sí mismo- en cuerpo y semejanza de un macho humano. Las Eldar seguían con sus parsimoniosas y delicadas melodías. No obstante, una de ellas, de voz angelical entonó un canto de aves, que resonaría por siempre en el nuevo mundo. A diferencia de las sensaciones vividas con Melkor, la satisfacción y el placer se hicieron presentes en los ojos de Ylúvatar. Y no sólo en los ojos. Éste se convirtió en un fornido y musculado hombre, que a los ojos de todas las Ainur fue gozo.
Los instrumentos de viento-metal vibraban al son de la marcha de las percusionistas. Con dulces punteos, las delicadas manos de dos damas Eldar percutían las cuerdas de las arpas. De entre la nada, empezaban a brotar las primeras volutas de niebla, condensando en mares. Paquetes de materia comprimida se fundían en lava que se solificaba, formando montañosos continentes. La noche sobrevenía al alba, expectante de la formación de un sol tórrido, magnánimo, impotente. Ylúvatar lloraba de la emoción. Las Eldar de su alrededor se unieron a su torbellino de sentimientos. De entre ellas, nuestro dios-hombre vio acercarse una bermeja cabellera y unas pequeñas orejas acabadas en punta. La Eldar cantaba emulando el sonido del viento huracanado. Una voz siseante, profunda, penetrante inundó los pabellones auditivos del dios, que perdía ligeramente el hilo del espectáculo creador del que era cómplice.
El hombre deidad fue consciente de un cambio muy revelador, en la expresión de la elfa. La primera impresión de inocencia y sutileza se tornó determación y lujuria. Mostraba una sonrisa endiablada y juguetona. Ylúvatar perdió la cabeza y se dejó llevar, inmerso en la melodía llena de resentimiento por parte de las demás Ainur. La Eldar se avalanzó sobre su presa fácil, que desorientado por el efecto de su primera erección, se fundió entre las curvas perfectas del cuerpo ocupado por Melina.
Ylúvatar ignoraba que, tiempo atrás, cuando Melkor decidió irse a las sombras en busca de inspiración original, éste había impregnado la imaginación de su dios de nuevos conceptos, sabiendo que de ellos nacería Melina, la futura musa de Ylúvatar.
Enfrascados en una disolución de pasión, sudor, rabia y sangre, Ylúvatar y Melina retozaban a la vista de las celosas Ainur. El tono de la música se elevó, tronando. La roca se desprendió, los mares se elevaron, los volcanes eyacularon fuego y los primeros seres vivos murieron. La noche no tardaría en llegar, cuando la sombra de un nuevo villano se alzaría en los confines de una nueva y terrorífica Tierra Media.

19-12-13

Lord Galdor

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Identidad


La inflación volvía a apretar la soga de los cuellos de millones de argentinos, Córdoba se convertía en un nuevo vórtice de anarquía. La situación se tornó inaguantable, aunque el catalizador de las revueltas fue la huelga indefinida de los cuerpos policiales. El gobernador cordobés pidió, en vano, ayuda al gobierno central. Las unidades prometidas por el equipo político de la presidenta jamás llegaron. Aquella inseguridad inherente a la sociedad argentina se convirtió en una hipérbole fatídica. Las familias, conocedoras del alto nivel de delincuencia, se armaron, levantando barricadas en las esquinas de sus barrios. Los pequeños comercios fueron saqueados sin escrúpulos.


En uno de los barrios de Córdoba, una madre joven, Marta, y su hija de cinco años, Flor, intentan salvar sus escasas propiedades. Marta corre con su hija en brazos, histérica, expectante de unos brazos que las recojan a ambas, los del hombre que las abandonó cuatro años atrás. Saben la oleada que se acerca a su marchito hogar, oyen los primeros gritos de desesperación y pánico en el vecindario, no ven el momento de desaparecer de aquel inhóspito edificio, mas son incapaces de abandonar todo aquello por lo que habían luchado.
Gritos, sonidos de cristales rotos, botellas que vuelna de un lado a otro, la imagen vista desde el balcón de aquel pequeño ático las aterroriza. Se abrazan desconsoladas. Se miran y una fuerza sobrehumana se enciende en el interior de aquellas dos personitas. Flor baja instintivamente del regazo de su madre. La mujer se acerca a una mesilla de noche, abre un cajón y de éste extrae una flor de nenúfar.
  • Flor, une tus manos y acércalas hacia mí. –la niña obedece, con mirada cristalina- ¿Viste qué hermosura? Esta flor fue capaz de vivir suspendida sobre el agua, quiero que la lleves contigo, pase lo que pase. El verde de las hojitas es la esperanza y los pétalos, Flor, son tu identidad. –una lágrima recorre la mejilla de Marta. – Nadie te la podrá quitar, dulzura.
  • Mami, es preciosa, ¿qué haremos ahora?
  • Tú corre a esconderte dentro del armario, no te olvides de la florecita, guardarla entre tus manos. Dale, rápido. –se besan, mientras intentan mitigar el miedo que surca sus corazones, aquella maldita incertidumbre.
La niña corre a esconderse a un agrietado y gastado armario. Se agazapa en su interior, llevando el nenúfar cuidadosamente entre las palmas cerradas de sus manos. Minutos más tarde, un hacha atraviesa el débil conglomerado de la puerta del apartamento. El hedor de los seres que atraviesan el umbral de la legalidad es irrespirable: mezcla de mate, cerveza y alcohol de quemar. El pulso de Flor se acelera, se le hiela el aliento, mientras procura concentrarse en un punto de luz que atraviesa una rendija.
Los hombres saquean la miseria. Desde alguna parte de la vivienda, una terrible desolación femenina se hace cada vez más intensa. Uno de los ladrones se acerca al armario, lo observa, no le causa una gran impresión: es pesado y antiguo, no tiene intención de llevárselo. No obstante, una chispa de avidez, de codicia reaparece en su interior, ¿qué maravillas se esconden en aquel mueble tan bien tallado? Sin dudas, ni remordimientos, las fornidas manos de aquel truhan tiran de la madera. Las puertas están cerradas con llave. Una fuerza demoledora se desata en los brazos del ladrón, que con renovadas energías golpea la madera, astillándola. Un nuevo golpe, algo se mueve en el interior, un susurro, un suspiro, un nuevo crujido y un llanto ahogado.
Los dulces ojos de Flor se encuentran con los del maleante, inyectados en sangre.
  • Pero, ¿qué tenemos acá? Una linda mina. ¿Dónde está tu mamá, pequeña? –no recibió respuesta de la niña. – Che, carajo. ¿No te enseñaron a contestar a los mayores?
  • No a los desconocidos, señor. Además está robando en mi casa.
  • Cierto… Visto así. ¿Pero qué tenés acá, niñita, entre tus manos?
  • ¡No la toques!
Sin previo aviso, el hombre alarga la mano para robarle aquel preciado tesoro a la niña. Como una señal divina, una botella sostenida por una mano angelical, describiendo un movimiento circular, impacta en la nuca desnuda de aquel pendejo.


Un país, que cada día debía luchar por salir adelante, donde hacer la compra un día costaba 200 pesos y al siguiente subía a 400, tarde o temprano, iba a estallar. La policía siguió pidiendo, como tantos otros gremios, un aumento en sus sueldos, como única condición para parar la huelga. Las revueltas se multiplicaron a lo largo de la geografía argentina.

martes, 26 de noviembre de 2013

Correspondencia


Querido doctor:

¿Le he hablado alguna vez de mi intención de tener hijos, lo más pronto posible? Hace tiempo que lo tengo claro. No obstante, son muchas las dudas que me acechan, a la hora de traer una criaturita a este mundo de locos. Ya sabe bien a lo que me refiero. El hombre es un lobo para el hombre.

Pienso en mi futuro hijo o hija y muchas precauciones me vienen a la cabeza: ¿Debería cuidar yo mismo de su educación, tal y como están las cosas? Por supuesto, no me preocupa que sea estúpido o descuidado. Me preocupa más que no sepa encontrar su vocación, su camino. En este país, está todo muy mal preestablecido, no me lo negará. Además, ¿qué puede ocurrir en un colegio? Se preparan a personas que ni siquiera están motivadas, para la labor que les espera en el futuro. Imáginese la situación que le narraré.


David, mi hijo, un muchacho de veinte años, recién entrado en la universidad, se levanta temprano, como cada día, para ir en busca del tren que lo llevará a su facultad. El chico ve entrar a una mujer de unos sesenta años que cojea de una pierna y, muy amablemente, le cede su asiento. David la mira inquisitivamente y le dice, tal que así:

- Disculpe, veo que no me reconoce.
- Me suenan tus ojos, pero soy profesora y me es tan difícil recordar una cara de entre tantas.
- Soy David. El nieto de la Eustaquia.
- ¡Pero bueno! Como has crecido... Como pasan los años, muchacho. La última vez eras un chiquillo.
- Así es. Aunque algunos os dedicaráis a complicarme la infancia.
- ¿Qué me dices? Es la faena de los profesores, daros un poco de caña, para que estudiéis y seáis alguien de provecho.
- Con todo el respeto. Un cojón.
- P... pero, que insol...
- Cállese y escuche.

Mi hijo levanta la voz. El vagón del tren se queda en silencio, mientras David empieza su historia.

- Verá. Le contaré las hazañas de un niño de primaria. Volvámonos diez años atrás, me acuerdo perfectamente. Usted trabajaba media jornada de profesora y la otra, de monitora del comedor. Excursión al Palacete del Mondongo, por aquel entonces, me gustaba una chica de clase. Insistentemente, le pedía que fuera mi novia, aunque a esas edades sólo quisiera una oportunidad de cogerle la mano a una niña. ¿Recuerda qué ocurrió en el autobús de vuelta? La buena profesora se dedicó a reírse del muchacho, al que llamaba feo en su cara. “Oh jojojo ¿No ves lo feo que es? Puedes aspirar a más, Petunia.” -un rumor crítico se eleva en el interior del convoy- Aunque claro, ¿qué hizo el niño? Nada, pues nadie le había enseñado a luchar contra las injusticias de los mayores. Además, ya tenía suficiente con los problemas en casa y las múltiples peleas con sus compañeros de clase. Recuerde bien, uno de ellos, era su hijo, Toni. - El veinteañero hace una pausa, para reprimir la ira. Se obliga a tararear un mantra. Enfoca y continua. Un dolor inhumano recorre la faz de la profesora.


Un reguero lacrimoso recorre la cara de la mujer.

- Hace dos semanas, mi hijo murió en un accidente de coche. Si buscabas semejante venganza, ahí lo tienes, David.

Mi hijo, ante tal revelación, también se echó a llorar.

- Después de tantos años, sólo esperaba una cosa y ni de eso ha sido capaz.
- ¿A qué te refieres, no te parece poco el dolor que siento?
- ¿De qué sirve el castigo, cuando no hay una muestra de arrepentimiento?


Como puede ver, querido doctor, me es muy difícil decidirme. Aunque, algo tengo claro: si decido educarlo yo, será en mi propia escuela, donde nadie pueda sufrir lo que sufrí antaño.

Sinceramente suyo,

David

martes, 19 de noviembre de 2013

Capítulo XIV (continuación) Narrador testigo



            Realmente, aquella mujer era una maravilla para la vista. Después de tantos días de guardia, en las empalizadas del puente de Chelsea, a los hombres nos invadía una sed mujeriega que recorría cada porción de nuestro cuerpo. Debía estarle sumamente agradecido a Lutero por la misión que me había encomendado.
            El objetivo era una fémina de treinta años, metro setenta, no excesivamente agraciada de cara, pero con unas caderas y unos muslos sublimes.
            Me encontraba entre las ruinas de un edificio en el cruce entre Holbein Pl. y Sloane Gardens, cuando apareció la susodicha, emergiendo de la boca del metro. Paso firme, pero despreocupado. Sorprendente, dado en la zona donde se encontraba. Cada pocos segundos, ralentizaba su marcha para colocarse bien la ropa interior. ¿Qué había estado haciendo allí dentro? Por un momento, mi imaginación me desbordó, a causa de mi propio calentamiento global. Tardé en caer en la cuenta que debía informar a mi superior.

-       El colibrí sale del nido para ir en busca de gusanos. Repito. En busca de gusanos.
-       Entendido. Guía al colibrí en el buen camino. Corto y cierro.

Como un resorte, me puse en marcha. Procuraba mantenerme a una distancia prudencial de su posición, aunque mi objetivo era que se sintiera observada, seguida, incómoda. Decidió, de manera correcta, bajar por Holbein. Aquella expresión de incredulidad se hizo latente en mi corazón. La mujer se veía rodeada de armatostes de hormigón, vacíos, abandonados muchos años atrás. Su mirada reflejaba la vida que habíamos tenido que escoger, los cambios que nos habían obligado a elegir, aquella terrible separación.
Al fin, mi cometido tuvo sentido: el objetivo se vio en una disyuntiva, ante la cual iba a escoger erróneamente, como bien debió prever nuestro líder. Una pancarta iluminada le indicaba que la calle de su siniestra era Pimlico Rd. Esa calle nunca había llevado a nadie hacia la estación con la cual compartía nombre, además, esta calle la haría cruzar una de las zonas más peligrosas de los suburbios de Brent, el puente Ebury. Era imperativo que la mujer se metiera en el descampado tangente a Chelsea Bridge Rd.
Aceleré el paso, me intuía, se sentía vulnerable, incapaz de tomar una decisión inmediata. Como bien había previsto, ésta salió disparada en la dirección más inmediata: en línea recta. Genial. Eso me daría la posibilidad de volverme a esconder, mientras seguía al acecho. Me metí entre los centenarios árboles de Ranelagh Gardens, situados en la acera opuesta. La respiración entrecortada y su mirada de lince me excitaron de forma evidente. No obstante, no había tiempo para dichos pensamientos. En pocos minutos, llegaría frente al abandonado Lister Hospital, donde la realidad se cebó con ella.
Un grupo de vagabundos hacía cola frente a la puerta. Desde dentro, un grupo de jóvenes delincuentes les lanzaban objetos, para ahuyentarlos. Nare, la mujer, que había dejado de ser mi objetivo, contemplaba aquella escena, mientras algo en su interior se resquebrajaba. Uno de los chicos lanzó un recipiente de acero oxidado que golpeó la sien de uno de los vagabundos. La sangre salía a borbotones de la cabeza del hombre de mediana edad. La señorita Wast corrió al lado del herido, puso sus rodillas en el suelo y, cogiéndole la cabeza con las manos, vio como la vida se escapaba de aquel cuerpo.

-         ¡Fluchte scheißkerle! – chillaba enloquecida, repetidas veces. Un reguero lacrimoso no tardó en aparecer en sus ojos, recorriendo rápidamente sus mejillas.

Era la ley del más fuerte. Algo para lo que una reportera de guerra del siglo XXI no estaba preparada. Aquello dejó mella en mí. Ahora sé que aquel día puse muchos intereses en peligro, aunque el resultado fuera de lo más surrealista.
Cegado por la frustración, me decidí a aparecer en aquella horrible sucesión de hechos. Salí de entre el bosque, corrí hacia Nare y la aparté del cadaver.

-         ¡Rápido, vete! ¿Ves ese puesto elevado, en Chelsea Bridge? Rodéalo por la derecha y métete en Grosvenor Rd. Siento que el muro no te permita ver la belleza del Thames. ¡Mucha suerte! – y la besé, como quien besa a un gatito indefenso.

Salió corriendo. A su alrededor un aura se dibujaba, gracias al resplandor del atardecer, mientras los objetos seguían lloviendo cerca de mí. Por fortuna, aquella no fue la última vez que nos vimos, aunque ella, jamás, volviera a ser la misma.

jueves, 17 de octubre de 2013

El tercer polo de la tierra: Capítulo XIV

Permítanme que les de a leer uno de los capítulos de la novela que, actualmente, estoy escribiendo. Después de algunas semanas en blanco, me he decidido a seguir escribiendo y me gustaría saber que os parece el resultado (aunque apenas conozcáis detalle alguno de la trama, que podéis preguntar...)



Capítulo XIV

            Nare Wast seguía dándole vueltas a la nota que había recibido unas horas atrás, cuando se disponía a coger el vuelo dirección Berlín, para disfrutar de unas merecidas vacaciones. No obstante, el contenido de la carta era tan urgente, morboso e ineludible que la obligaba, una vez más, a posponer sus días de descanso para más adelante. Aunque era más que probable, que dicha situación no se diera en el futuro próximo.

            "Reúnete conmigo en la estación de metro de Pimlico, bordea la Central Eléctrica por el lado del Thames. No temas por las bandas, son amigos míos, no te harán nada. Siento el paseo que te espera desde Sloan Sq. No te acerques a Victoria, por favor.

Sinceramente tuyo,

Lutero"

            Deshacerse del billete, llamar a su superior, pedir un favor y acabar en una nave en dirección a Heathrow, aeropuerto de Brent, ¿para qué? Muy pronto lo vería. Por suerte, los vuelos entre capitales federales eran baratísimos. No le descontarían nada del sueldo.
            Los nervios la devoraban por dentro. No sabía exactamente hacia donde dirigir su miedo: la proximidad de un encuentro con un chico o la cercanía de un posible ataque sobre el lugar hacia el que se dirigía. Era absurdo pensar que fuera la segunda opción; había relatado cientos de historias de guerra sin apenas daños. Al menos, a lo que se refería a lesiones físicas. A pesar de ello, debía ir con mucho cuidado: la vigilancia se extremaría, en una situación de peligro como aquella. Por fortuna, el camarote de primera clase le reportaba una vaga sensación de seguridad. Sin preguntas, sin miradas, sin murmullos.
            Descendió de la aeronave, sin apenas contratiempos. Recuperó sus pertenencias, entre las cuales no se encontraba su holocámara y se dirigió a la angosta y poco transitada boca del metro de Heathrow. Una vez dentro, un olor nauseabundo penetró en sus fosas nasales, incinerando cualquier resto perfumado del vestíbulo del aeropuerto. Un hombre en el suelo, harapiento, desaliñado; humedades; ratones de larga cola. Una escena acogedora, sin duda.
            Nare, acostumbrada a este tipo de desolación, penetró en el angosto pasillo que la dirigiría a un segundo vestíbulo de maravilloso colorido. Piedra a piedra, un enorme mosaico permanecía inalterado, mostrando la imagen del ave fénix, esplendoroso, radiante, alzando el vuelo, huyendo de sus captores, en busca de la libertad. Una libertad truncada, pensó la reportera. Sobre el mosaico, una pancarta oxidada señalaba la dirección para coger el tren de la Picadilly Line: Aeropuerto de Heathrow Terminal 1-3.
            De repente, la mujer sintió que un sentimiento ardiente, fugaz, húmedo recorría su espina dorsal e iba descendiendo hasta llegar a la pelvis. Una mezcla de nerviosismo y excitación le recorrió la piel, dando como resultado una expresión confusa, avergonzada. Sus pezones se endurecieron y se marcaron a través del vestido. Sus braguitas se disolvieron con la tibieza que emanaba de la señorita Wast. Después de una vida dedicada al trabajo, obligándose a reprimir la mayoría de reacciones de su cuerpo, Nare se sorprendía ante las tretas que le reservaba su organismo, desde poco tiempo atrás. Su cuerpo se quedó rígido, luego se relajó en exceso y, finalmente, tras una pequeña genuflexión, reanudó el paso con la máxima determinación que le permitía su estado.
            Llegó al andén, restaban ocho minutos para que saliera el próximo tren en dirección al centro de la ciudad. Una pareja de aspecto andrajoso y desaliñado mantenía una discusión acalorada a escasos metros de ella. Siete minutos: la tensión podía cortarse con tijeras hidráulicas de podar. Tres minutos: el tono de la trifulca iba en aumento, ambos se reprimían para no lanzarse al cuello del otro. Un minuto: la chica, ante una desafortunada observación de su novio, aferraba a éste por el cuello. Escasos segundos: Mientras el muchacho se controlaba para no golpear a su chica, ésta mostró unos colmillos afilados que fueron a parar al cuello del otro. Los pechos de la joven chocaron contra el torso semidesnudo de su pareja, al tiempo que el tren llegaba a la estación. Una Nare estupefacta penetraba en el vagón, donde, casualmente, coincidía con los tortolitos encendidos.
            En cuestión de segundos, nuestra reportera llegó a entender la razón por la cual las ropas de susodichos se encontraban en las condiciones en las que lo hacían. Un brentshi de etnia hindi, de tez tórrida y su conciudadana, negra como el azabache, se desgarraban los labios el uno al otro, en un beso de vertiginosa pasión incontenible. Unos ojos incorregibles contemplaban aquella escena que evolucionaba, rápidamente, en una dirección de lo más irreverente.
            La reportera se sentó en uno de los incómodos asientos del Tube. La pareja interracial se postró ante ella, sin prestarle atención. Las uñas de la mujer se clavaban en el turgente pecho del hindi, eran incapaces de reprimirse. De repente, el hombre se aferró a las posaderas de su amante, la agarró de la cintura y la hizo girar ciento ochenta grados. La mujer de ébano estaba cara a cara con Nare. La mano de su compañero le presionó la espalda, para que ésta se arqueara. La mujer quedó prácticamente a gatas, a escasos centímetros de la cara de nuestra protagonista. La turbación se hizo presente en la expresión de la señorita Wast. No sabía hacia dónde mirar, no veía el modo de evadirse de aquella escena.
            Un pensamiento inundó la mente de la periodista. Era preciso haber experimentado la conducta brentshi. Pronto se encontraría con el apuesto Torr y debía estar a la altura. Además, aquellos ojos ausentes de color le hablaban. Se sentía atraída por aquellos labios carnosos.
            Se hizo la despistada. Inconscientemente, se pasó la mano por la entrepierna. Ésta le ardía trémulamente. La mujer que tenía enfrente se percató de su sofoco y, delicadamente, le acarició sus finos labios con la lengua. Esperó para ver la reacción de Nare. Unos segundos más tardes, los cristalinos ojos de la reportera se escondían tras sus párpados y las bocas de las dos mujeres se fundieron en un cálido beso.
            Dado que el viaje desde Heathrow Airport hasta Sloane Square dura tres cuartos de hora y, puesto que, las estaciones intermedias fueron abandonadas; aquel vagón únicamente transportaría a aquel trío, durante dicho periodo de tiempo.
            La consciencia de la centroeuropea explosionó, quedando impregnada, cada parte del vagón, de su esencia. El contacto entre las dos se intensificó gradualmente. Sendas lenguas se entrelazaban, en una danza suave, tierna, lenta y coordinadamente excelsa. Inmediatamente, ambas se separaron y siguieron mirándose, hasta que la mujer azabache rompió el silencio:

-Arda… – la pasión sofocante la obligaba a hablar entrecortadamente - ¿te gusta mi nueva amiga? – le dijo al hombre sin apartar la mirada de Nare. – Besa angelicalmente.
-          Me complace, Tisha.
-Pequeña marfileña, ¿hasta dónde quieres llegar? – preguntó con expresión seductora.

Años atrás, una famosa marca de ropa fue absorbida por una gran multinacional química. Se fusionaron las más seductoras ideas de los mejores diseñadores, con el pragmatismo científico, dando como resultado, una ropa sensual, cómoda y de la que era fácil desprenderse. Al oír aquellas palabras, Nare, como poseída por un flagrante dragón, deslizó sus yemas de los dedos por el costado de su vestido, desde la axila hasta el muslo. Un fulgor evanescente y, tal y como Moisés hizo con el Mar Rojo, la tela se separó, dejando al descubierto el cuerpo simétrico, aunque poco generoso, de su dueña.
Mirada lacónica, explícita e inquisitiva. Los mismos dedos que dividieron el vestido, acariciaban la suave superficie de las braguitas húmedas recién aparecidas. Los ojos de su dueña los seguían, mientras éstos, recorrían un vientre impoluto, se tomaban un tiempo con dos pequeños pezones y se lanzaban a la tez oscura de Tisha, que miraba lascivamente, como aquellas falanges la dirigían hacia el camino correcto. Tras de sí, sentía crecer exponencialmente el paquete de su compañero. Se sintió un ruido de cremallera antigua. Por su parte, no fue difícil deshacerse de sus mallas elásticas. Desde aquella perspectiva, a la ardiente Wast le dio tiempo de ver la enorme verga del hindi, mientras penetraba a la mujer, armónicamente. Torr Lutesku perdía la batalla de sables con aquel hombre, pensó, a la vez que el rubor hacía aparición en su piel.
Tisha era una amante detallista. Hizo caso a cada indicación de la periodista, sin olvidar los, siempre importantes, toques de creatividad e improvisación. Gozaba y hacía gozar. La lengua de esa mujer hizo enloquecer a la reportera calenturienta. La maleabilidad de la ropa interior de nuestra protagonista le permitía jugar libremente. La finura y delicadeza del tejido eran idóneas para que la sensibilidad no se viera mermada.
Viendo la predisposición de Nare y embravecido por la situación y las sinuosas caderas de la nueva amante de Tisha, el superdotado Arda, saliendo del interior de su pareja, se lanzó a por la pálida vulva, queriendo dar rienda suelta a su lengua.

-         ¡Quieto ahí, trípode! – gritó la señorita Wast. - ¿Quién te ha dado permiso? - la mujer estaba dispuesta a controlar la situación bajo cualquier contexto. Se convertiría en una brentshi respetable. Finalmente, dirigió su mirada a Tisha, diciéndole: - Mantenlo a raya. Ahí abajo sólo te quiero a ti y por poco tiempo. – Apenas faltaban diez minutos para llegar a Sloane Square.

La sorpresa fue tal, que la libido se les disparó a los tres por las nubes. Cinco minutos más tarde, después de sumirse en un sesenta y nueve lésbico, ambas mujeres llegaban, gritando, a un intenso éxtasis, acentuado por el desgarrador rugido de placer del hindi, previo a una abundante eyaculación. Apenas tuvieron tiempo de vestirse, cuando el convoy llegaba a la estación donde nuestra protagonista debía bajarse. 

(...)

sábado, 5 de octubre de 2013

Noria

Primer relato del Curso de Narrativa de l'Escola de Lletres de l'Odissea (Vilafranca del P.) Necesito críticas duras y constructivas, ¡por favor!         


NORIA

Un golpe atroz. Susurros de llanto contenido. Un hedor etílico y nauseabundo penetra en la habitación, donde un cuerpo marchito se desploma sobre el catre. De repente, todo es oscuridad.
De repente, todo es claridad. Los primeros rayos de sol despiertan al desorientado marinero que, sorprendido, se encuentra rodeado por horizontes de agua. Siente un terrible dolor de cabeza. El naufragio debió ser harto violento... -piensa- Suerte del salvavidas. No obstante, el entumecimiento expande su influencia a través de tres cuartas partes de su cuerpo. El guión de los acontecimientos futuros lo conoce al dedillo: hipotermia, parálisis y muerte. Pero no una muerte cualquiera. Primero, hundirse, luego, contraer cada músculo de su cuerpo para impedir que el agua penetre en sus pulmones y, finalmente, ceder ante la atmósfera acuosa. Decide centrar su atención en el rojizo colorido del salvavidas. Le atrae cual sangre a un toro bravo. De imprevisto, un enorme transatlántico hace su aparición en escena. En él, puede ver un ser antropomorfo. La esperanza se abre paso a través de sus neuronas. Cierra los ojos y se deja llevar. Inexorablemente, el tiempo pasa.
Se obliga a abrir los párpados. ¿Estará en un camarote, junto a una enfermera sexy? Nada de eso. En su lugar, siente la cercanía lacerante de la gran embarcación. ¿Qué ocurre? ¿Nadie irá a socorrerlo? La imagen del pasajero se hace más nítida. Su mujer, con un moratón en el ojo, se apoya en la baranda, mostrándole el dedo corazón. Como por arte de magia, puede ver a través de los ojos de su amada. Encuentra una buena idea inmortalizar el momento de su muerte y extrae del bolso una cámara. Flash. Oscuridad.
Luz. La habitación está impregnada de un fétido olor a descomposición humana y a orines. El cuerpo se levanta, sale y encuentra un cuchillo ensangrentado en la cocina. Sus músculos se desentumecen y un dolor irreprimible le hace caer de rodillas al suelo. La sangre fluye, irremediablemente, desde su abdomen hacia el suelo, formando un charco. Gatea en busca de ayuda, pero no hay nadie en casa. Susurros de un llanto contenido. Un golpe atroz.

viernes, 2 de agosto de 2013

¿Qué es real?

Las palabras lloran al salir de mi pluma.
La punta de ésta, sin deslizarse, escupe tinta, conteniendo el vómito ante el dolor que desprenden mis pensamientos.
Este folio me rehuye; mas su fuerza es insuficiente ante el poder de mi mano atormentada.
Apenas mis ojos pueden contener el sueño que en mí retengo.
Letras y más letras que se odían a sí mismas, pensando el modo de evitar, que yo siga manchando la blancura del papel.
Esta creación se avergonzará de su propia existencia, de salir a la luz, de ser vista; el horror que emana se hace presente desde el primer momento.
Neuronas que patinan.
Conclusiones viscerales.
Dudas incendiarias, comburentes, miserables.
Cautivo ante ideas taciturnas y autocompasivas.
Un enorme deseo de desaparecer, de huír, guarecerme entre la maleza, bajo la copa del árbol de la tristeza.
Sin respuestas.
¿Qué es real?
Ojala pudiera dudar del dolor.

lunes, 10 de junio de 2013

Último relato del Curs d'Escritura Creativa

Antes de nada, quiero decir que el relato que subiré a continuación, es una historia paralela a un relato de uno de mis compañeros del Curs. Por lo tanto, puede que haya cosas que parezca que quedan en el aire... Intentaré, más adelante, subir la otra historia y que me digáis que os parece el experimento, como siempre: ¡Muchas gracias por leer!


Como todos los días, Galdor se levantaba a las siete de la mañana con renovadas fuerzas, con energía, sin aquella ira que meses atrás lo sorprendía al despertar. Renovar el colchón había sido, sin duda, una gran idea. Buscaba cualquier combinación aceptable de prendas de vestir y se las ajustaba a su cuerpo de deportista amater. Impregnaba con su aliento el cristal de sus lentes y las frotaba, haciendo uso de la camiseta, con parsimonia. Llegaba a la cocina donde los cereales bañados con zumo multivitamínico lo esperaban. No tenía prisa. En caso contrario, se hubiera preparado un té rojo, que con seguridad, le hubiera irritado el paladar. Pasados veinte minutos de las siete, habiéndose lavado los dientes, salía de casa dirección a la estación de tren.
Normalmente, excepto los día en que había alguna incidencia relativa al estado de la catenaria, las idas y venidas en el tren transcurrían sin nada remarcable. No obstante, para hacerlo más llevadero, Galdor usaba su habilidad especial: un radar de mujeres. Lo había perfeccionado en su antiguo trabajo, como peón de una empresa de fabricación de barriles de vino. En aquel trabajo, todo eran hombres, todo, todo, lo que vulgarmente llamaríamos un campo de nabos. Así pues, el chico, que se acercaba ya a la mágica cifra entre los veinte y los treinta años, se aferraba a la lectura de un libro, del cual no apartaba la mirada hasta que un nuevo objetivo subía al vagón. Era un pasatiempos como cualquier otro, inocente, sin otra intención que darle un homenaje a sus ojos. Como el que contempla arte en un museo. Por suerte, el invierno había acabado y le era más sencillo distinguir curvas bajo la ropa primaveral.
El tren llegaba a Gelida y Galdor ya se preparaba. Tras años de viajes a Barcelona, el joven había llegado a la conclusión que aquella era una de las paradas con mayor densidad de tías buenas por metro cuadrado. Las había visto de todos los colores y edades. Por un lado, hippies perro-flautas con unos ojos que quitaban el hipo, con parte del pelo rapado (como tanto le gustaba a él) y que, seguramente, ignoraban el hecho de estar haciendo un homenaje a los presos de antaño recluídos en la Siberia soviética. Por otro lado, mujeres cansadas de la ciudad que, tras unos años de aguantar a esos infieles grandes directivos que tenían como maridos, decidían irse a un pueblo con sus hijos. Galdor veía en ellas una fuerza impertérrita. Decididas a cambiar de aires, cuidan sus cuerpos, visten con simplicidad y elegancia.
El tren paró. En primer lugar, subió una ancianita. El vagón estaba a rebosar y nuestro protagonista se levantó para cederle el sitio. Mientras esperaba que la mujer, con paso lento, llegara al asiento, sintió dos presencias diminutas que se deslizaban rozando sus piernas. Tras ellas les seguía una mujer que acabó chocando con Galdor.

- ¡Ché, boludo! -gritó la mujer, con acento rosarino- Mirá por donde andás, pelotudo. Tenés las bolas tan grandes que vas pisándote el pendejo.
- ¡Será posible! -se intentó defender Galdor- Fue usted la que se ha chocado conmigo. Menuda bocaza me lleva delante de sus niñas.

Aquella mujer, cuyo nombre era Celeste, desprendía un aura completamente opuesta a su manera de dirigirse al chico. Treinta años, madre de dos hijas -de tres y cinco años, respectivamente-, modo de vestir modesto, pelo castaño claro que emitía tonos dorados al reflejarse la luz del sol matinal, no muy largo. Ojos color miel, expresión decidida, imagen despreocupada. Acompañada por dos angelitos que no llegaban al metro de altura, cuyas sonrisas reflejaban ,que disfrutaban de una de esas infancias, donde vives rodeado de campos y animales, que amas cada rincón de tu mundo, el blanco del invierno y el colorido mural de la primavera. A Galdor le llamó mucho la atención aquella familia.

- Mami, ¿puedo quedarme en casa de Daniela, esta noche? -preguntó la mayor.
- Ya veremos, mi pequeño mirlo. Esta tarde mami tiene otra boludés muy importante en tu colegio, si salgo tarde, os podréis quedar las dos con Dan. Mañana, os pasaré a buscar.
- Pero si mañana es sábado, mami.
- Por eso mismo, Lusía. Olvidás que tenemos acampada en el bosque. Vos dormirás conmigo -se acercó a la pequeña- y vos, mi amor, podrás dormir con papá. -le dijo mientras la besaba.

Después de esa conversación, Galdor volvió a caer sumido en el interior de "Los propios dioses" de, como a él le gustaba llamar, Sir Isaac Asimov, a pesar de no haber recibido título nobiliario anglosajón alguno. Era una obra maestra. Asimov se atrevió a conectar dos universos paralelos cuyas leyes físicas diferían de tal manera, que el estado de la materia que formaban los seres de ambos universos era completamente distinto. ¿Y por qué iba a interesarse alguien ajeno a la ciencia por esos detalles? Pues bien, en la actualidad, nuestro protagonista trabajaba de jardinero en una escuela privada. No obstante, el joven ostentaba el título de doctor en química teórica. Dada la situación actual del país, sin becas postdoctorales y queriendo evitar ir al extranjero, Galdor tuvo que buscar un trabajo que le permitiera vivir y ahorrar, para, en un futuro, dedicarse a la ciencia por su cuenta. Quería evitar, bajo cualquier contexto, que se fuera diciendo que su cerebro se había fugado. ¡Jamás!, le decía su cerebro. Era una materia muy orgullosa.
Divagaciones a parte, el día de Galdor transcurrió con total normalidad, hasta que... Bueno, ya lo descubriréis más adelante. Pues había llegado la hora de la reunión entre Celeste y el director de la escuela de sus hijas. Cabía decir, que a pesar de aparentar ser una familia humilde, se estaban gastando un pastizal en la educación de sus hijas. El colegio emanaba un aura de pijismo opresivo, lacerante. No obstante, si Celeste conseguía encandilar al director para que firmara el contrato, podría permitirse la educación de sus niñas con más holgura. Celeste era comercial viajante de una marca de equipaciones deportivas. Los niños necesitaban ropa adecuada para desarrollarse físicamente y ella quería que su empresa se encargara de proveer a aquellas familias adineradas de dicha ropa. Era el golpe perfecto.
Al llegar al despacho, un secretario muy apuesto le hizo esperar un par de minutos en la sala de espera. Se acababa el turno del chico y le indicó que entrara al cuarto contiguo al despacho del director. Al entrar, Celeste no pudo evitar imaginarse como sería el verdadero despacho, pues el cuarto donde se encontraba ya cumplía con creces dicha función. La cumplía ostentosamente, además.
De repente, oyó un ruido, una mesa deslizándose en la habitación de al lado. Una risita femenina. Se decidió por llamar a la puerta. Durante la espera, oyó movimientos erráticos, susurros y un golpe seco, como el que se produciría al deslizar una puerta corredera de un armario. Al momento, se abrió la puerta y se encontró de bruces con un apuesto hombre. A pesar de la planta del director, Celeste no pudo evitar fijarse en lo desaliñado que iba. El cuello de la camisa mal puesto, un botón desajustado, otro a punto de caer. El cinturón ladeado, la bragueta medio abierta. ¡Qué pendeja, mirando ahí! ¡Qué carajo hasés! ¡Quitá la mirada de las bolas del director, pelotuda!

- Buenas tardes, señor director.
- Perdone el desorden, buenas tardes. Usted es...
- ¡Ui, perdone! Fui un poco boluda al no esperar. Habíamos concretado un sita para esta tarde. Soy Celeste Gimena Tévez. Mamá de Lucía y Ari Tévez. Aunque vengo como comercial de Dressports S.L.
- Exacto. Lo recuerdo, ahora, perfectamente. Dígame, ¿en qué puedo ayudarla?
- Me gustaría hablarle de nuestros productos. Sabemos que está buscando un proveedor de ropa deportiva, para los niños.

Mientras el director adaptaba la columna sobre su silla ergonómica, carraspeando, dando la sensación de estar digiriendo la información recibida, Celeste pudo ver un sujetador lila sobre la estantería trasera. Automáticamente, apartó la mirada hacia un armario empotrado en la parte izquierda del despacho, la dirigió hacia la derecha, una ventana, a través de la cual le pareció ver a un jardinero con unas tijeras de podar, en plan thriller. Era una situación desconcertante, pero sabía sacar jugo de ellas. Sacó el catálogo, lo puso sobre el escritorio: algunas cartas sobre la mesa.

- Acá le muestro las múltiples modalidades que abarcamos: el chandal de educación física, indumentarias de fútbol, baloncesto, voleibol.
- Mire, señorita. No entiendo muy bien de ley comercial. Hábleme de precios y de las condiciones.

La gaucha le mostró unos gráficos de relaciones precio-demanda. La expresión del director seguía impertérrita.

- Me parecen un poco caros. Comprendo su necesidad de hacer negocio, pero, a pesar del status de las familias de esta escuela, creo que se están intentando aprovechar.
- Mirá, hagamos una cosa. Sé que vo... usted tiene un secreto y no desea que nadie lo descubra, ¿es o no? Podrá acayar mi bocasa si firma el contrato.

Todas las cartas sobre la mesa. Celeste debía usar la baza de la reputación del dirigente de la escuela. Pero, quién iba a imaginar lo que ocurrió a continuación.

- Tiene usted razón, me ha descubierto y debo pagar por ello.

De repente, las luces del despacho se fundieron. Aprovechando la oscuridad, el director se desnudó. A continuación, ante la mirada atónita de las dos mujeres que estaban en la habitación, el cuerpo del hombre empezó a emitir luz. Ésta parpadeaba. Finalmente, como si se tratara de una crisálida, la luminiscente piel del hombre se desprendió de su cuerpo y apareció un ser humanoide de rasgados ojos y piel escamoteada.

- En efecto, soy un reptiliano.
- P... p... pero... su amante... en el armario... ¿Cómo iba yo...? ¿Un al...alien...? -tartamudeó Celeste al borde de un ataque de locura.

Inmediatamente, otro golpe seco se oyó procedente del interior del armario. Una mujer con los pechos desnudos estaba tumbada en su interior. Se había golpeado la cabeza. El director-reptil se acercó a ella y con palabras cariñosas intentó reanimarla.

Mientras todo eso ocurría, desde el otro lado de la ventana, Galdor no se creía lo que veía. Se había acercado para ver los múltiples affairs del director y había acabado grabando una metamorfosis reptiliana en todo su esplendor. Debía admitir que se sentía decepcionado, pues al ver de nuevo a la mujer argentina del tren, hubiera disfrutado más viéndola desnuda retozando y no a aquella sesentona desesperada. Pero se tenía que conformar con la exclusiva millonaria por la noticia del año.

Celeste se fue sin firmar ningún contrato, desencajada. Al llegar a casa nadie la creería. Galdor fue raptado por la CIA, donde acabó trabajando en la policía científica. Penélope (¿De dónde habrá salido este nombre?), cansada de los hombres de siempre, decidió unirse a la colonia reptiliana secreta junto a Blizzarov, el director de las Escuelas Pía.