La acción se dio en Parliament
Square. El grupo de Enzo se encontraba rodeando la estatua de Winston
Churchill, imperecedera, cuyo bastón servía de barra de baile a una mujer, con
escasa ropa, que contoneaba su cuerpo ante las lascivas miradas de los
turistas. Tras ella, un lúgubre y apelmazado Big Brent, con aquel odioso reloj
digital que proyectaba la hora a lo largo de los cuatro puntos cardinales,
siempre observado por la atenta mirada del sofocado Churchill. Un guitarrista
deslizaba sus dedos a lo largo de un mástil de veintiocho notas y siete
cuerdas. La tecnología había permitido añadir cuatro notas virtuales a cada
cuerda, cada una de las cuales emitía luz a lo largo del espectro de los
colores visibles. Un total de veintiocho cromo-sonidos que hacían más intensos
los solos vertiginosos de los músicos que llevaban a cabo su espectáculo en
medio de las plazas de Brent. Parliament Square se había convertido en una
utopía brentshi de erotismo, color y rock’n’roll, donde turistas de regiones
recónditas del mundo venían a dejarse mucho dinero.
Nuestro protagonista miraba absorto
a la nada. Un día más, la cacofónica luz del Big Brent, la oxidada estatua del
póstumo presidente y Luan bailando, decadentemente, al son de uno de los
múltiples solos del Overkill de los
antiguos Motorhead. De repente, se sobresaltó, una mano le tocaba el hombro. Al
girarse, una pareja de turistas asiáticos le pedían que los inmortalizara con
su cámara 3D. La expresión de mi padre reflejaba una serenidad y buenas
intenciones que distaban de sus reales pensamientos.
(...)