Hoy me siento como aquel peón solitario que en toda partida es
sacrificado en varias ocasiones y, por razones que nunca logrará entender,
acaba llegando a la zona enemiga, donde termina convirtiéndose en un poderoso
guerrero; victorioso; pero a pesar de todo, sacrificado por su rey y por su
gente.
Soy Elijah, hijo de Samuel y Virginia, portadores de carretas
mercantes, trotamundos economistas, vendedores de lujosa mercancía. Un día, se
llevaron a mi padre unos soldados del rey, con sus pesadas armaduras y sus
inquebrantables escudos. Mi madre lloró y temió por la vida de su esposo, pero
éste, al fin, volvió al hogar. Al parecer, a nuestro honrado y generoso rey no
le agradaba que mi padre vendiera mercancía libre de impuestos. Al oír eso, el
bueno de Samuel le informó de las ganancias que se llevaba él por las ventas y
el rey supuso que, aquel buen hombre no podría seguir vendiendo a no ser por su
módico precio (del cual el propio rey se aprovechaba) y no vio justo que mi
padre tuviera, de entonces en adelante, que pagar un arancel por sus productos.
Es más, jamás hubiera podido pagarlo, pues, a pesar de todo, no salimos de
pobres. Así que, sin comerlo ni beberlo, me encontré en medio de un acuerdo
entre rey y vasallo. Nuestro Ilustrísimo Monarca informó a Samuel que Elijah,
es decir, yo, su primogénito, en un plazo de dos meses, entraría en la Misión del Temple para
llevar allí donde fuera, la
Garra de Dios.
Fueron dos meses terribles, mi madre temía perder a su hijo, su
único hijo, pero a pesar del miedo, todas las madres deben aprender a dejar
volar libre a su retoño y aprender a sufrir en silencio. Volvieron los altos
armados guerreros, esta vez a por mí. Inspeccionaron mi atillo y emprendimos
camino a la Ciudad
amurallada de Morella. El camino desde la villa-mercado catalana donde nos
encontrábamos a salvo, Villa Franca, situada en el litoral este de la
península, sería duro e interminable. Morella se postraba entre cordilleras y
altiplanos, encima de una gran colina cerca del litoral de las tierras de la Ciudad reconquistada por el
Cid de Valencia.
Anduvimos día y noche, a píe y al galope. Cruzamos la antigua
Tárraco, hermosa y esplendorosa; su acueducto y sus verticales murallas me
fascinaron, y porque no decirlo, sus mujeres también. Allí recogimos mi permiso
conforme sería instruido por la orden del Temple y, harto seguido, nos
dirigimos hacia el norte, donde unos amables monjes nos acogieron y
alimentaron, en el monasterio de Poblet. Allí, encontré a algunos de mis
futuros maestros y algún que otro, muchacho despistado que cumpliría y juraría
los mismos votos de lealtad y silencio que yo. Y así se me fue impuesta, por
fray Emilio, la cruz templaria en el pecho.
Ahora sí, emprendimos el periplo final hacia tierras del Aragón,
cruzando el imponente Ebro y subiendo y bajando los sinuosos collados que
nuestros pies encontraban, por último rodeamos las valles del monte de la Torre Miró y, al fin,
con nuestras monturas agotadas pusimos píe en tierras morellanas. Nuestras
bestias, sedientas corrieron a beber las aguas que por el acueducto pasaban.
Construcciones imperiales empezaron a cruzarse por nuestro camino y mis ojos se
posaron en los altos pórticos de la entrada a la Ciudad. Incluso
los propios constructores de Babel hubieran mirado con temor las enormes
paredes de dura roca que se alzaban ante lo que parecía ser, una caída mortal.
Debías tener buen tiento en no poner mal un píe pues, si la muralla era alta,
la colina en la que se encontraba envidia no debía sentir. Nos adentramos entre
las enormes arcadas y, lo primero que pensé fue en los empinadas que eran las
calles y en mis pobres píes doloridos, pero se me olvido al ver, a un lado y a
otro el bullicio del gran mercado que llenaba las calles de colorido, de olores
indescriptibles, de niños traviesos y ancianos que miraban el andar de las
muchachas jóvenes. Pero, olvideme también de ellas, al ver, majestuoso alzarse,
en lo más alto de la colina, el Castillo amurallado. Nunca había visto nada
semejante, el aliento perdí, ensimismado, hasta que el tirón de un mocoso me
volvió a la realidad.
El muy granuja me había robado la daga, que había sido de mi
abuelo, para llevársela a un viejo de tez negruzca, supongo que por el trabajo
bajo el sol que le ocupaba en la vida. Los dos pillos salieron dando brincos
por el medio del gentío y, mientras el hombre le daba una moneda al muchacho,
me adentre en busca de mi damajuana. Le salté a la chepa al ladrón, al viejo,
pues el niño era más ágil y menos corpulento. Me enseñó mi daga y dispúsose a
embestirme, mas uno que es toro viejo en chanzas cuerpo a cuerpo, con la
habilidad de un teutón, desarmé el mantel del quesero y encapoté al minero
impidiéndole mover los brazos. Cuando me dí cuenta, mis compañeros de viaje lo
llevaban a las mazmorras donde más tarde me volvería a encontrar con aquella
escoria. Entre vítores y cánticos la amable gente morellana me llevó a una
taberna donde me sirvieron el mejor hidromiel de la zona. Debo decir que joven
como soy, esas bebidas provocan en mí un resurgir descarado y sinvergüenza, mas
a las opulentas damiselas no pareció importarles. Me estoy desviando del tema
importante.
Me llevaron ante el guardián del Castillo, me vistieron para la
vida dura de un templario y me llevaron al interior de la enorme construcción.
Miles de escaleras por fuera, por dentro, patios exteriores e interiores,
súbditos y otros lacayos, bufones y como no, altivos y orgullosos caballeros.
De entre todos, un caballo negro como la tez del ladrón de la mañana acercó a
mí su enorme hocico y, me mantuve imperturbable ante su mirada y la de su
montador, que esgrimía el más bello acero que en mi corta vida hube visto.
Desmontó de Lucifer, que así lo hacía llamar, pues el terror que producía era
equiparable al del ardiente Infierno, y desenvainó lanzándomela para que la
portara. No pude sostenerla más de un momento, mis brazos cedieron ante
semejante peso y el hombre sonrió. Contome que, anduve errado pensado en
aquello como una espada pues, al parecer era una cimitarra forjada por los más
expertos herreros de Castilla. La más dura y tenaz de entre las armas de
guerra. La más noble y esbelta creación del hombre, simplificada en el frío e
inerte acero. Siguió riendo un rato y luego, se fue al galope como alma que
lleva el diablo. En ese momento vino a buscarme al patio que tocaba al
monasterio, un sirviente del rey y me condujo a mis aposentos. Me explicó que
no se mostraba piedad ni por los aprendices ni por los ladrones, y así fue como
acabé durmiendo entre los mismos barrotes que Guzmán el ladrón minero.
A partir de aquel día, aprendí a valerme por mí mismo, empecé el
duro entrenamiento, corriendo por entre los empedrados jardines del castillo,
valiéndome solo de mi astucia para sobrevivir en los bosques plagados de
buitres y jabalíes de la zona. Bebí de la sangre de la fauna, dando gracias al
Creador, tomé prestados troncos y ramas de los árboles para guarecerme de las
lluvias, la niebla y las helada; comí frutos y hojas, setas y heno, moho y
alguna que otra culebra, todo por salir de allí con vida, dando gracias, por
supuesto, a aquel para quien iba a luchar. Dios guarde al rey, para que el
pueblo guarde a Dios. Eso me dijo mi instructor fray Lorenzo, erudito como
pocos he visto, cultivado en la lengua del Imperio Romano y docto en teología,
su sueño era llegar, humildemente a escribir con la gracia que lo hacía, en su
tiempo, Santo Tomás de Aquino. Encontraba en los textos de éste y de
Aristóteles, la inspiración para enseñarnos la fe y la lengua del cristianismo
moderno y, cada día, después del duro esfuerzo del entrenamiento, nos apremiaba
con una hogaza de pan recién horneado.
A los meses, soltaron al errante y arrepentido Guzmán, al cual
acabe cogiendo aprecio. Su situación era difícil y sus hijos no comían de lo
poco que le daba la extracción de mineral. De vez en cuando, me confesó, se
llevaba algún que otro pedrusco de algo que le parecía valioso y con ello
vivían o no, sus hijos y su esposa durante unos días. Dios los lleve en gracia.
En el campo de entrenamiento encontré de nuevo algún que otro muchacho, vistos
ya en el monasterio catalán. Hicimos buenas migas enseguida con algunos y con
otros, como si de la batalla se tratara, teníamos ciertos altercados que, de
vez en cuando, acababan en tragedia. Uno de mis compañeros era Simón, un rubio
con la cara atestada de pecas, con un mal genio considerable y experto en el
trato de damiselas. Menudo truhán estaba hecho el Simón. Luego, experto en el
manejo de dagas, con un gran sentido del humor y un pésimo sentido de la
higiene (algo que no era bien visto por la corte real), el señor don Jimeno,
llamado así por su buen hacer al imitar a las grandes celebridades que
pululaban por el Castillo. Todos éramos buenos compañeros e intercambiábamos
sensaciones, añoranzas y malas experiencias. Todo hacía pensar que cada uno de
nosotros daríamos nuestra vida por el de al lado. Qué mejor premio, que vender
cara nuestra piel y nuestra alma por
alguien que lo daría todo por tí.
Llegó el día en que, en tropel, nos llevaron a todos, con las
armas y los ropajes más selectos que nuestras familias habían podido enviarnos,
hasta un claro en el valle detrás del monte de la Torre Miró. Cuando
oscureció, acercáronse impolutos carruajes a nuestra posición y de ellos
descendieron cinco mantos oscuros. Dentro de ellos, los cinco santos padres de la Junta Inquisidora
se postraron ante nuestras narices, imponentes, sin dejar ver sus arrugadas y terroríficas
caras. Empezaron una plegaria en latín, no logré identificarla entre los rezos
que fray Lorenzo nos hubo enseñado antaño. Dispusiéronse a desarmarnos uno por
uno y con la hoja recién afilada de cada una de nuestras dagas, nos rajaron la
mano. En señal de coraje y valentía, ninguno huyó ni hizo ademán de apartar la
garra. En señal de respeto a Dios, besamos los píes de aquellos que nos habían
mal herido y en señal de templanza, dejamos que se fueran de nuevo, sin
rechistar, llevándose nuestras monturas y el resto de clérigos que nos habían
llevado allí. Conseguimos superar el frío y la adversidad y, la mañana del día
después nos postramos ante las Puertas. Subimos a lo más alto del Castillo y el
rey nos dio su bendición y nuestra primera misión.
Durante tres años, luchamos a bandidos violadores y a piratas de la Mediterránea. Peleamos
en Flandes y en las costas sicilianas, devoramos a moriscos y turcos, escondimos
tesoros y los cambiábamos de lugar, ante cualquier peligro inminente. De
repente, la Inquisición
nos traicionó y nos trató de herejía. Estábamos perdidos en un mundo injusto.
Ahora, después de tanto sufrimiento, al fin llega el momento que más he esperado
en mi vida. Luchar en una guerra de verdad, una batalla final por la Santidad de nuestro amado
Rey que todo lo ve y todo lo oye, omnipotente en su divina magnificencia.
La guerra santa nos hizo mucho daño, nos quitó a muchos grandes
hombres, a muchos grandes amigos. Hace años que no recibo correspondencia de
fray Lorenzo, ni de Simón, ni del bueno de Jimeno. Al parecer, Lorenzo recibió
la visita del Papa, el día que fue nombrado bibliotecario encargado del
Vaticano. Simón habló más de la cuenta de mis tratos con Guzmán, una vez vio
como cambiaban las tornas de la historia y dio a entender mis tratos con judíos
y ladrones. Me traicionó y ahora me veo luchando en una batalla que yo no
busqué. Mi madre sigue llorando y mi padre envejece enjuiciado por el mal
tiento de su hijo. Mi tierra me da la espalda y solo encontraré cobijo en
tierras vikingas, en tierras herejes, donde nadie pregunta, donde nadie mira al
vecino de al lado. Aún así, me siento encerrado, repudiado. Era el día más
importante de mi vida, quizá jamás lograría llegar tan lejos como en aquella
batalla y, morir de manera honrosa hubiera sido mi mejor destino. No obstante,
me tengo que ver privado de ella, mientras, saboreando las amargas almendras de
la derrota, me veo también desterrado e ignorado por los que más quiero, en
soledad, solo.