Suena
el despertador, el cansancio pretérito se difunde por la superficie de su
almohada. Le cuesta levantarse, es sábado y la noche ha dejado mojadas las
calles de su pueblo. Sabe que necesitará el frío que emana del suelo, para
despertar sin aspavientos. Primero el pie derecho, luego el izquierdo. Por
proximidad, no por superstición. Abre repentinamente los ojos y sabe que su
pelo enmarañado espera una sesión de agua gélida, para recuperar su forma
estética. No obstante, no le preocupa demasiado. Necesita su bol de cereales y
jugar con su perra. Apenas sabe diferenciarla de la misma cachorrilla que 16
años atrás, salvó de ser sacrificada. Tiene la misma energía y efusividad
canina, a pesar de mostrar algunas carencias visuales y achaques de la edad. La
quiere como al primer día, a pesar de no verla con la misma frecuencia. Recuerda
que debe encontrar un libro. Rebuscar por las estanterías y los cajones, entre
un sinfín de títulos y obras, aquel primer ejemplar. No hay suerte con los
lugares más probables. Prueba en el armario de su antigua habitación, cajas y
libretas de su época de bachiller. Rebuscando en una de las cajas, encuentra un
tesoro: su peonza. Y entonces, todo se distorsiona. La alcanza, con su cuerda
original, que retuerce alrededor de su tez de madera. Al salir de la
habitación, la perra lo sigue y se agarra a su pierna con juvenil efusividad,
su hocico parece más chato, su pelaje más brillante y suave. Le hinca el diente
en el tendón de Aquiles y nuestro protagonista emite una leve y aguda queja. Está
impaciente por lanzar la peonza, con aquellos colores granates, naranjas y azul
turquesa con los que la había decorado. Tan impaciente está que, tras seis o
siete intentos, tras haberla hecho girar al revés o hacerla caer al suelo sin
espín alguno, se queda embelesado contemplando el giro uniforme de su peonza,
mientras, con cada vuelta, el chico siente sus huesos crecer y contempla la
belleza con la que su perra ha crecido, todos estos años.
Lord
Galdor
21/03/2015