Un
hocico se alzó de la nada. El castillo rezumaba vapores sulfúricos. Como alma
que lleva el diablo, un can de terribles dimensiones se alzaba ante la mirada
indiferente de su amo que veía impertérrito como se disipaba un reguero de
humo, a toda velocidad, a través de la cola de su animal. El tremendo choque
había hecho estallar el pórtico, haciéndolo añicos. Un fuerte vendaval arruinó
por completo el mobiliario, mientras los truenos hacían retumbar por completo
la colina donde se asentaba el edificio amurallado.
. . .
Un
hombre sin sombra se asoma por una de las miles de ventanas de una de las miles
de casas de Vilafranca del Penedés. Un gato sin sombra maúlla a los pies de una
de las camas de la casa donde mira aquel hombre. Un anciano sin sombra se
balancea sobre una mecedora, mas la mecedora se mueve y no se mueve. Un
flautista con la misma ausencia de sombra, atrae a cientos de ratas con una
melodía pegadiza e inaudible. Caminan en tropel. Ni siquiera dejan huella sobre
la moqueta color lapislázuli de aquella habitación. Y de repente, estruendoso,
inapelable, retumba la Marcha Imperial de la Guerra de las Galaxias,
interpretada por Metallica, a través del auricular de un teléfono móvil. Las
ratas se han alzado sobre dos patas y marchan al ritmo de la música. La flauta
del juglar se ha convertido en una bayoneta.
De
entre las sábanas aparece un brazo, rebusca en la mesita de noche y alcanza el
teléfono. El brazo pertenece a un chico pelirrojo, Roc, que se lleva la otra
mano a los párpados, donde se esconden unos ojos verdes perezosos. Se queda
remoloneando bajo la ropa de la cama, bosteza, aúlla y se sienta en el borde
derecho, dándole la espalda al hombre de la ventana. Levanta los pies al paso
de las ratas y los deja caer sobre las pantuflas Edición Especial Estrella de
la Muerte. Respira hondo, se pone en pie y cruza frente el anciano, que ronca
sin balancear la mecedora. Mirada al frente, cubre la distancia entre su
habitación y el baño, entra mientras el agua de la alcachofa va llenando la bañera.
Bosteza al ponerse frente al espejo, cierra los ojos y una figura saca el brazo
tras la cortina de baño. Una sonrisa bobalicona se dibuja en el agua. Se lava
los dientes, respira hondo, toma agua y burbujea. El esputo tiñe de rojo el
lavamanos. Le diría a mamá de cambiar de marca de enjuague.
-
¡Roc, el desayuno a
mesa! –gritó su madre desde la cocina, en el piso de abajo.
-
¡Ya voy, ya voy!
Guido me ha entretenido. –respondió el muchacho– ¡Maldito! Vamos, sal ya del
baño. – a lo que nadie respondió. Sólo aquella sombra tras la cortina.
-
¡Recuerda que hoy te
toca estar en el stand de catas del
Vijazz, hijo! –alzó la voz el padre, mientras le susurraba palabras de
tranquilidad a su mujer.
Diecisiete
primaveras pusieron sus posaderas sobre la barandilla caoba de la escalera y sobrevolaron
la escena, hasta el pasillo del piso de entrada. Al entrar en la cocina, una
humeante y tierna tortita vomita mermelada de arándanos. Roc besa a su padre, que
lee distraídamente la prensa local. Al girarse hacia su madre, su corazón se
retuerce ligeramente, ve el bermejo tintado bajo los pómulos de ella. Ésta se
sorbe los mocos y extrae un pañuelo del delantal. Dice estar resfriada y sigue
a lo suyo, mientras su hijo le besa la frente.
-
Me encanta haber
crecido, mamá. –le dice su hijo pelirrojo.
-
¿Y a santo de qué,
cielo?
-
Porque puedo verte
desde arriba y abrazarte más fuerte. Besarte la frente como tú me hacías de
pequeño. –la mujer suelta una carcajada nerviosa.
-
Serás bobo. –acaba la
mujer mientras vuelve a hacer resonar sus fosas nasales.
Al
tiempo que Roc devora las tortitas, el anciano se había levantado de su silla y
había descendido al sótano. El hombre de la ventana había bajado con una
escalera de mano, al césped y observaba a la familia comer. El flautista guiaba
a su ejército de ratas robóticas (habían evolucionado) a lo largo de la
escalera. Todo ello en un pasado presente.
El
chico mira su reloj, su padre alza una ceja y la madre intenta distraer su
atención con el pasatiempo de la caja de cereales.
-
¡Es la hora! ¡Me voy!
–grita enérgicamente Roc.
-
¡Qué pases un buen
día, cielo! –espolea así la madre a su hijo.
-
Buen día, mamá. –besa
a su madre, a continuación a su padre. – Buen día, papá.
-
Hmmm. –logra
pronunciar el padre, alzando una ceja, ensimismado por las noticias matutinas
del periódico.
-
Choca esos cinco,
Guido. –Y el bueno de Roc se va, alzando la mano al aire.
Tras
el portazo del chico, la madre cae sumida en un gran sollozo, en brazos de su
marido, que ve impotente, como ni puede arreglar la tristeza de su mujer, ni
las páginas resquebrajadas del libro, y mucho menos, a su hijo.
. . .
A
principios de julio, Vilafranca del Penedés se convierte en la capital del vino
y del jazz. Pero no sólo eso. Esta ciudad vitivinícola vive una de las épocas
más calurosas del largo verano del litoral catalán. Mientras se están haciendo
los últimos retoques y montajes del festival, el Museo de la Festa Major se convierte en un hervidero
de azufre, llamas y una presencia perturbadora. La temperatura aumenta hasta
límites no encontrados jamás. Las figuras, bestias y estandartes de los bailes
típicos empiezan a descomponerse. Una luz cegadora cae sobre el Drac y el Àliga. Esta segunda, recuperando la vida que jamás había tenido,
como el entrañable hijo de Gepetto, alza el vuelo alrededor de las cabezas de
los Gegants, que fruncen el ceño,
observadores de la consumición del infernal Drac. De entre las llamas, aparece
un ser de genuina maldad, la Drakaina. Hija de los dragones que antaño habían
sobrevolado las características formaciones rocosas de Montserrat, heredera del
linaje de la cueva de dicha cordillera. Decían las malas lenguas, que esa cueva
no era tal, pues siglos atrás había sido un desfiladero subterráneo, único
camino posible de entrada y salida al Infierno. No obstante, eran muchas las
bestias que habían luchado para ser la mano derecha del Innombrable. Y esa
había sido una de las razones por las que el sendero había quedado sellado,
pues una batalla debía librarse, para decidir la hegemonía del séquito de
Lucifer. Así, victoria a victoria, dos
grandes coronas oscuras habían prevalecido y se habían establecido en tierras
catalanas. Los ritos más populares hablaban del Drac y su séquito de diablo.
Allí donde nos lleve la providencia, encontraremos señales de este linaje. No
obstante, menos conocido y escondido entre las torres del castillo de Pratdip,
las mortíferas fauces del Dip, el
perro vampírico, dedican sus días y noches a cuidar la compostura de los
hombres de mal beber. Este fabuloso ejemplar de can, de pelaje carbonizado,
orejas puntiagudas y vociferante rugido vela por las almas errantes, marchitas,
hundidas en la miseria, que deciden sobrellevar su día a día bebiendo vino
hasta el colapso, atrayéndolas hacia su causa. Dip era el servil compañero del
señor de las tinieblas, mucha antes de que Cerbero entrometiera sus tres narices
en los asuntos del Hades. Así pues, Lucifer, viendo la humillación en los ojos
de su perro, decidió mandarlo al mundo mortal junto a uno de sus fieles
servidores, de cuyo nombre ni existencia se habla en lugar alguno. Únicamente
se sabe que habita en las sombras del castillo del Dip, relegado a un exilio
que nunca buscó, esbozando una maléfica sonrisa con una copa llena de sangre en
la zarpa izquierda.