Me presento

Hola a todos, soy Santi, alias Galdor. Desde que tengo 16 años, las palabras se han vuelto mis aliadas para crear mundos e historias, y para dar mi peculiar visión del mundo real que nos rodea. He publicado unos relatos recientemente, y ahora estoy a punto de publicar mi primera novela. No obstante, sigo escribiendo cortos relatos, que serán mi regalo a este lugar donde guardaré trocitos de mi ser. Mi mail es santi_galdor_quantum@hotmail.com, por si alguien quiere opinar de una manera más personal. Muchas gracias.

jueves, 23 de enero de 2014

Final del Capítulo XIV Tercer polo de la Tierra



Rodeado de muros, Grosvenor Road parecía un lugar inhóspito, no obstante, Nare no se vio en peligro alguno a través de los escasos tres kilómetros que la separaban del fin de dicha calle. Tenía la impresión de haberse equivocado, estaba rodeando la parada de metro de Pimlico, pero no llegaba a ella y, a pesar de ello, tenía la certeza de ir bien encaminada. Exacto, piensa bien el lector, que la mujer tenía sensaciones contradictorias. Donde antaño hubiéramos encontrado los jardines de St. George, el camino que la llevaría directa a la boca del metro, ella únicamente había visto una enorme pared que le impedía avanzar. Nadie  rondaba cerca.
Disipó aquellos pensamientos, no eran prácticos. Al fin, se decidió a avanzar hasta encontrarse con el cruce de Vauxhall y, de repente, aquel paisaje gris y desangelado se perdió. Ante ella, se mostraba inexpugnable e impertérrito frente al acecho de los años, un edificio de ladrillo rojizo, con esquinas blancas, de hermosa simetría.
Una vez derrocados los cimientos de la sensibilidad de la señorita Wast, ésta fue incapaz de sentir la presencia de un grupo de hombres que la prendieron de pies y manos. La resistencia de la mujer fue sublimada, fútil, irrisoria. No tuvo tiempo de decir esta boca es mía; la amordazaron sin que ella pudiera dificultarles dicho cometido. Una labor llevada a cabo con eficiencia germánica y elegancia británica. ¿La había descubierto alguien del complejo entramado barriobajero de Brent, un antiguo rival de la persona que la estaba esperando? Había intentado cumplir todas las indicaciones de la nota. No se había acercado a Victoria. Pronto sabría donde la llevaban.
La habían levantado y, para sorpresa de la mujer, se la habían puesto a cuestas entre tres, mientras el cuarto vigilaba la vanguardia, enfundado en una chupa de piel sintética negra mate, tras unas lentes oculares de haz oscuro (generaban un campo magnético que impedía ver los ojos del que las llevaba, le protegían del sol y no dificultaba la visión del usuario). Se dirigían la construcción central de la Escuela de Arte. El edificio parecía clausurado, sin dar sensación alguna de abandono. Los muros estaban libres de pintadas y la fachada seguía imperturbable a los designios del clima húmedo de Brent. Siguieron bordeando el edificio hasta que, de un resquicio del suelo se abrió una compuerta, similar a las portillas de los sótanos de las casas del siglo XX. Los hombres bajaron los peldaños, custodiando a Nare hasta el interior. El vigilante esperó a que sus compañeros estuvieran dentro, los siguió y cerró la entrada subterránea. Desde fuera, todo volvía a parecer normal.
Una vez dentro, la reportera pudo presenciar el tamaño entramado de pasillos y callejuelas que conformaban una pequeña ciudad bajo el suelo. Quienes no tenían donde ir, encontraban refugio. A cambio, se les pedía discreción y silencio, en cuanto se salía del recinto. Aquel lugar tenía una gran historia tras de sí y no era necesario que el paradero de éste llegara a oídos maliciosos.
Por entre los muros y esquinas, llegó a leer algún que otro letrero, tanto político como espiritual. Todos pedían igualdad, abogaban por la confrontación verbal y desprendían un aura de altruismo que se impregnó en las neuronas de Nare. Al fin, tras subir una escalera de caracol, ancha, hecha con el mejor mármol de siglos pretéritos, los hombres de negro, en completo silencio, dejaron con sumo cuidado el cuerpo de la mujer en un suelo enmoquetado, mullido. Al levantarse, sintió que flotaba, aquel lugar tenía algo especial, aunque a nuestra periodista le fuera imposible saber el que. No sentía miedo, no estaba preocupada por su repentino secuestro, había olvidado todo lo ocurrido aquella mañana de locos. Intuía que su vida no corría peligro.
Entró en una habitación, sin saber bien porqué. Notaba que algo o alguien precisaba su presencia en aquel lugar. Traspasó un marco gigantesco, donde antaño hubiera un portón de considerables dimensiones, y respiró como si hubiera sido la primera vez que el aire penetraba en sus pulmones. La sala enmoquetada. Iluminada a banda y banda, presidida por ocho columnas que separaban la estancia en tres pasillos paralelos. El central emanaba una energía incandescente, a pesar de la única presencia de aire, éste era fuente de un gran poder espiritual. Nare divisó el costado derecho donde encontró en el suelo un conjunto de colchones, que dibujaban una línea recta discontinua. Cada uno separado la misma distancia de los colindantes. No vio nada más y, por supuesto, no vio a nadie. Finalmente, se decidió a cruzar al lado izquierdo. La misma escena en ese extremo, aunque con una diferencia que le costó asimilar, a primera vista. Había un joven arrodillado sobre uno de los colchones, con los ojos cerrados, mientras una anciana, con la misma postura, elevaba su mano a la altura de la frente del chico.

-          Acércate, mujer de hermosos ojos – dijo la anciana, dirigiéndose a la señorita Wast.
-          Disculpe usted, no quería interrumpir. – contestó la intrusa, avergonzada.
-          Por favor, acércate, deja que te vea. – Nare obedeció, mas cuál fue su sorpresa al darse cuenta que la mujer que la estaba llamando era ciega.
-          Pero, ¿cómo ha podido saber que estaba aquí? No quiero ser grosera, pero usted...
-          En efecto, querida. – dijo con semblante afable – En efecto, perdí el don de la visión, al menos la de la luz que ve el humano de a pie. – Tras este comentario, el joven que parecía sumido en una profunda concentración, emitió una risa reprimida. El semblante de Nare Wast mostraba un desconcierto mayúsculo. Al fin, vio algo familiar en aquel chico.
-          ¡No puede ser! Torr Lutesku... – se ruborizó – Así que es aquí donde te escondías. El niño malo de Brent se ríe de mí. Disculpe, señora, ¿es que puede verme?
-          Es algo muy difícil de explicar, supongo que mi adepto y tú tenéis muchas cosas de las que hablar. Se acercan tiempos salvajes, como antaño, debo descansar para recibir los acontecimientos futuros con energías. – y acto seguido, la anciana se levantó con sorprendente agilidad. Nare hizo ademán de ayudarla y, antes de que la llegara  a tocar, ésta le habló. – No te preocupes, muchacha, puedo sola. – Nuestra protagonista se quedó impertérrita, cual vampiro sin sangre, viendo con la celeridad con que la mujer de avanzada edad desaparecía tras una pequeña puerta blanca.
-          P... p...
-          Pero.
-          C... co...
-          Como.
-          Déjate de hacerte el listillo conmigo.
-          Disculpe, mi lady. – el rubor volvió a la tez de la mujer.
-          Bueno, ya me tienes aquí. Creo que he vivido más en el transcurso del trayecto entre el aeropuerto hasta aquí, que en toda mi vida.
-          Me lo puedo imaginar, percibo los cientos de emociones que emanan de tu aura. Siento el fervor, la pasión, el dolor, la angustia, la duda, la calidez y la embriaguez que te produce un cocktail de dichas dimensiones. Presiento muchas preguntas y, desgraciadamente, el tiempo nos pisa los talones. También presiento que me veré forzado a llevarte conmigo, al menos, durante algunos meses, allí donde nos lleven las circunstancias. – Nare quiso decir algo, mas no pudo y él continuó. – Será un camino difícil, pero lo afrontaremos juntos. – La mujer realmente estaba embriagada, pero eran las palabras de Torr. Era muy joven, apenas diez años de diferencia, pensaba. Pero era tal la madurez de su elocuencia, era tal la fuerza de aquella extraña conexión espiritual. – Responderé a tus preguntas, encantado. – él le brindó la mano para que la estrechara con la suya. – Efectivamente, como bien has dicho, soy Torr Lutesku.

martes, 14 de enero de 2014

Narrador cámara


El escritor escribe en la pantalla de su ordenador las siguientes palabras: “El escritor escribe en la pantalla de su ordenador las siguientes palabras: “El escritor escribe en la pantalla de su ordenador las siguientes palabras...””. Los dedos le tiemblan sobre el teclado. Esquirlas de sudor recorren su frente, arrugada en ese momento. Ojos inyectados en sangre, color febril. Sobre su escritorio un folio amarillento.
La mirada del escritor se concentra en el pulcro blanco del documento virtual. Aunque, intermitentemente se para sobre el papel. De su boca sale un suspiro, carraspea, se remueve sobre la silla y vuelve su atención, de nuevo, hacia el monitor.
El canto de un pájaro de fondo, el ruido de las agujas del reloj que, imperturbablemente, se mueven al son de un ritmo constante, infinito. Tic, tac. Así cientos de veces.
El hombre sigue con la mirada fija, mientras la silla giratoria, sobre la que tiene acomodadas sus nalgas, rota 360º en períodos de cinco tic-tacs.
Pantalla, pared, armario, puerta, pared, cama, pared, pantalla. Otra vez. Pantalla, pared, armario, puerta, pared, cama, pared, pantalla. Gira que te gira. Como en una centrifugadora, las gotas de sudor saltan de la cabeza del hombre, en todas direcciones.
No hace un día caluroso, ni la humedad es excesiva. Una brisa suave, aunque escasa, penetra en la habitación. Sin cortinas, únicamente un ligero movimiento de las ramas de los árboles da fe de la existencia de corrientes.
De repente, suena el timbre y un rictus desencajado aparece en la cara del escritor. Se propina un bofetón, sale de la estancia, baja las escaleras y se dirige a la puerta.

- ¿Quién es? - dice, mientras se ríe al acercarse a la puerta. - Otra vez la ausencia de una maldita mirilla.
- Soy María, ¿recuerdas que habíamos quedado para charlar? - contesta una mujer joven dentro de un vestido rojo veraniego.
- Un momento. - el hombre se coloca bien la ropa, se pasa un dedo por su flequillo voluminoso y llave en mano, abre la puerta. - Adelante...

La mujer se abalanza sobre él, mientras un rubor aparece bajo los ojos de éste. El abrazo dura veinte segundos. Ella aprieta con fuerza, contoneando sus pechos sobre el torso del hombre. Al separarse, un bulto eréctil asoma en el pantalón deportivo de nuestro escritor. Ella sonríe y entra en la casa. Sube las escaleras y entra en el estudio del hombre. Mientras él hace lo propio, ella se tumba cómodamente en la cama.

- ¿Qué estabas haciendo? ¿Mirabas alguna página guarra? ¿Por eso has abierto el Word? Podemos verla juntos... - dice ella mientras lo mira, se moja los labios y da unos golpecitos con la mano sobre la cama.
- ¡Qué página guarra ni que ocho cuartos! Ojalá. Estaba intentando escribir.
- Anda, cálmate y acércate. - le cortó ella, a la vez que le agarra la mano y lo acerca a su vera. - Relájate, señor escritorcillo.

La mujer se humedece los labios y los acerca al cuello del hombre. Éste está tieso, rígido. No obstante, paulatinamente, la cara arrugada y el semblante militar van desapareciendo. Ambos cierran los ojos, sus cuerpos se acercan y entrelazan sus bocas.
Los brazos de ella constriñen el tórax de su amante. Éste, a pesar de la erección, sigue con mayor quietud que la mujer. La lengua de la mujer del vestido de rojo se mueve de los labios al cuello, del cuello al pecho y del pecho a los pantalones de su pareja.
De repente, los ojos azules del escritor se abren e intentan enfocar. Están encima de la silla giratoria. Rotan en sentido pantalla, pared, cama, pared, puerta, armario, pared, pantalla. Las manos del hombre, vigorosamente, agarran aquellas rojas caderas.

- ¡Para, para, para! - caen los dos al suelo, despeinados y sudados.
- ¿Pero que ocurre ahora?
- ¡Vete, corre, vete! - dice él, mientras espera a que ella se levante para arengarla con golpecitos en la espalda.
- ¡Pero, ¿se puede saber qué ocurre ahora?! - chilla histéricamente la belleza bermeja. Baja a trompicones las escaleras y una vez sale por la puerta dice – ¡No me vas a dejar cach...! - en el  momento justo en que el tablero de caoba se topa con sus narices.

El timbre vibra y vibra por causa de la presión repetida del dedo de la joven. Nuestro escritor corre escaleras arriba, se sienta en la silla, mira la pantalla y blande el teclado haciendo que la pantalla se llene de negros caracteres.

- ¡Inspiración, maldita amante celosa! ¡Por fin, has venido a mí, perra!

El escritor escribe en la pantalla de su ordenador las siguientes palabras:

Inspiraciones lascivas”

martes, 7 de enero de 2014

Monotonía



La monotonía es un concepto que se inmiscuye demasiado a menudo en los asuntos ajenos. Sepa el lector, si no es consciente aún, que no puede uno bajar nunca la guardia, ella siempre anda al acecho. Desde el más ingrávido atleta, hasta el todopoderoso multimillonario, pasando por un niño de mirada limpia, nadie está a salvo de caer en la reiteración.
He entonces un joven llamado Pedro, bautizado y confirmado en Sevilla, que buscaba en el azar, aquello que lo real le negaba. Hacía pleno uso de una gran imaginación, y por ello, hedor de orgullo desprendía. No obstante, era un chico de pocas palabras y buenos gestos. Vivía con sus padres y nadie hubiera dudado de su cordura. Parecía un chico muy normal, decían unos. Nunca hubiera imaginado algo así, decían otros. Siempre saludaba, reiteraban la mayoría.
-          Un día llegas a tu casa y encuentras a tu padre pegando a tu madre…
-          Es algo impensable. ¿Qué razón le llevaría a hacer eso?
-          En breves momentos te darás cuenta, ahora… ¿Qué haces?
Las luces de la ciudad iban perdiendo intensidad a medida que, el sol aparecía por el horizonte. El sonido de las ambulancias y de los coches patrulla se multiplicaban en la distancia. Un chico con la mirada desencajada esperaba el desenlace de aquel macabro juego, perdido contra la monotonía.
-          Por ahora, me dedico a lanzarme contra mi padre, para evitar que mi madre siga sufriendo daños.
-          Muy bien, lanza.
-          El verde cuenta decenas. Voy a pifia… Veintiuno.
-          Crítico. Veamos… Treinta… hmmm. Logras parar a tu padre, pero éste ha logrado darle un golpe tremendo a tu madre y se aferra a tu cuello.
Un reguero de sangre recorría la habitación. Los vecinos fueron cómplices de aquellos horribles rugidos de dolor, con los que se despertaron horas atrás. El olor a descomposición no tardaría en hacerse presente, dada la violencia con la cual la monotonía había rasgado aquella casa.
-          Al fin, después de todo aquel alboroto, un hombre sale del baño de tu casa. Lleva el batín de tu padre. Éste suelta tu cuello. Tu madre tenía un amante. ¿Cuál es tu siguiente paso?
-          Maldita ramera. Ha deshonrado el nombre de mi familia. Desempuño mis armas. El resto ya te lo puedes imaginar.
-          Muy bien, bonificación por ambidiestro, penalización por sentimientos contradictorios y dos tiradas por precisión. Lanza.
-          Treintaiocho… y… setenta y dos. Oh, mierda…
-          Déjame pensar. Tiraré… ochenta y setenta… hmmm. Te lanzas contra el hombre y lo cercioras de arriba abajo con gran precisión. No obstante, cuando intentas atacar a tu madre con el otro brazo, tu padre se abalanza sobre tu arma. En el proceso, tu padre y tu madre quedan mal heridos.
La noticia se había hecho eco en los medios de comunicación, que no tardaron en posicionarse alrededor del edificio. Un chico de apenas diecisiete años atravesaba, escoltado por guardias civiles, la puerta del bloque, en dirección a un furgón. Algunas gotas de sangre brillaban, todavía, sobre aquella tez juvenil y demoniaca.
-          Apenas soy capaz de discernir entre realidad y ficción. Qué mareo, qué confusión. Me voy a casa, amigos.
-          Te olvidas algo, Balrog. Toma tus catanas.
-          Sí, máster, mi señor.