Rodeado de muros, Grosvenor Road parecía un lugar inhóspito, no obstante,
Nare no se vio en peligro alguno a través de los escasos tres kilómetros que la
separaban del fin de dicha calle. Tenía la impresión de haberse equivocado,
estaba rodeando la parada de metro de Pimlico, pero no llegaba a ella y, a
pesar de ello, tenía la certeza de ir bien encaminada. Exacto, piensa bien el
lector, que la mujer tenía sensaciones contradictorias. Donde antaño hubiéramos
encontrado los jardines de St. George, el camino que la llevaría directa a la
boca del metro, ella únicamente había visto una enorme pared que le impedía
avanzar. Nadie rondaba cerca.
Disipó aquellos pensamientos, no eran prácticos. Al fin, se decidió a
avanzar hasta encontrarse con el cruce de Vauxhall y, de repente, aquel paisaje
gris y desangelado se perdió. Ante ella, se mostraba inexpugnable e impertérrito
frente al acecho de los años, un edificio de ladrillo rojizo, con esquinas
blancas, de hermosa simetría.
Una vez derrocados los cimientos de la sensibilidad de la señorita Wast,
ésta fue incapaz de sentir la presencia de un grupo de hombres que la
prendieron de pies y manos. La resistencia de la mujer fue sublimada, fútil,
irrisoria. No tuvo tiempo de decir esta boca es mía; la amordazaron sin que
ella pudiera dificultarles dicho cometido. Una labor llevada a cabo con
eficiencia germánica y elegancia británica. ¿La había descubierto alguien del
complejo entramado barriobajero de Brent, un antiguo rival de la persona que la
estaba esperando? Había intentado cumplir todas las indicaciones de la nota. No
se había acercado a Victoria. Pronto sabría donde la llevaban.
La habían levantado y, para sorpresa de la mujer, se la habían puesto a
cuestas entre tres, mientras el cuarto vigilaba la vanguardia, enfundado en una
chupa de piel sintética negra mate, tras unas lentes oculares de haz oscuro
(generaban un campo magnético que impedía ver los ojos del que las llevaba, le
protegían del sol y no dificultaba la visión del usuario). Se dirigían la
construcción central de la Escuela de Arte. El edificio parecía clausurado, sin
dar sensación alguna de abandono. Los muros estaban libres de pintadas y la
fachada seguía imperturbable a los designios del clima húmedo de Brent.
Siguieron bordeando el edificio hasta que, de un resquicio del suelo se abrió
una compuerta, similar a las portillas de los sótanos de las casas del siglo
XX. Los hombres bajaron los peldaños, custodiando a Nare hasta el interior. El
vigilante esperó a que sus compañeros estuvieran dentro, los siguió y cerró la
entrada subterránea. Desde fuera, todo volvía a parecer normal.
Una vez dentro, la reportera pudo presenciar el tamaño entramado de
pasillos y callejuelas que conformaban una pequeña ciudad bajo el suelo.
Quienes no tenían donde ir, encontraban refugio. A cambio, se les pedía
discreción y silencio, en cuanto se salía del recinto. Aquel lugar tenía una
gran historia tras de sí y no era necesario que el paradero de éste llegara a
oídos maliciosos.
Por entre los muros y esquinas, llegó a leer algún que otro letrero,
tanto político como espiritual. Todos pedían igualdad, abogaban por la confrontación
verbal y desprendían un aura de altruismo que se impregnó en las neuronas de
Nare. Al fin, tras subir una escalera de caracol, ancha, hecha con el mejor
mármol de siglos pretéritos, los hombres de negro, en completo silencio,
dejaron con sumo cuidado el cuerpo de la mujer en un suelo enmoquetado, mullido.
Al levantarse, sintió que flotaba, aquel lugar tenía algo especial, aunque a
nuestra periodista le fuera imposible saber el que. No sentía miedo, no estaba
preocupada por su repentino secuestro, había olvidado todo lo ocurrido aquella
mañana de locos. Intuía que su vida no corría peligro.
Entró en una habitación, sin saber bien porqué. Notaba que algo o alguien
precisaba su presencia en aquel lugar. Traspasó un marco gigantesco, donde
antaño hubiera un portón de considerables dimensiones, y respiró como si
hubiera sido la primera vez que el aire penetraba en sus pulmones. La sala
enmoquetada. Iluminada a banda y banda, presidida por ocho columnas que
separaban la estancia en tres pasillos paralelos. El central emanaba una
energía incandescente, a pesar de la única presencia de aire, éste era fuente
de un gran poder espiritual. Nare divisó el costado derecho donde encontró en
el suelo un conjunto de colchones, que dibujaban una línea recta discontinua. Cada
uno separado la misma distancia de los colindantes. No vio nada más y, por
supuesto, no vio a nadie. Finalmente, se decidió a cruzar al lado izquierdo. La
misma escena en ese extremo, aunque con una diferencia que le costó asimilar, a
primera vista. Había un joven arrodillado sobre uno de los colchones, con los
ojos cerrados, mientras una anciana, con la misma postura, elevaba su mano a la
altura de la frente del chico.
-
Acércate, mujer de hermosos ojos – dijo la anciana,
dirigiéndose a la señorita Wast.
-
Disculpe usted, no quería interrumpir. – contestó
la intrusa, avergonzada.
-
Por favor, acércate, deja que te vea. – Nare
obedeció, mas cuál fue su sorpresa al darse cuenta que la mujer que la estaba
llamando era ciega.
-
Pero, ¿cómo ha podido saber que estaba aquí? No
quiero ser grosera, pero usted...
-
En efecto, querida. – dijo con semblante afable –
En efecto, perdí el don de la visión, al menos la de la luz que ve el humano de
a pie. – Tras este comentario, el joven que parecía sumido en una profunda concentración,
emitió una risa reprimida. El semblante de Nare Wast mostraba un desconcierto
mayúsculo. Al fin, vio algo familiar en aquel chico.
-
¡No puede ser! Torr Lutesku... – se ruborizó – Así
que es aquí donde te escondías. El niño malo de Brent se ríe de mí. Disculpe,
señora, ¿es que puede verme?
-
Es algo muy difícil de explicar, supongo que mi
adepto y tú tenéis muchas cosas de las que hablar. Se acercan tiempos salvajes,
como antaño, debo descansar para recibir los acontecimientos futuros con
energías. – y acto seguido, la anciana se levantó con sorprendente agilidad.
Nare hizo ademán de ayudarla y, antes de que la llegara a tocar, ésta le habló. – No te preocupes,
muchacha, puedo sola. – Nuestra protagonista se quedó impertérrita, cual
vampiro sin sangre, viendo con la celeridad con que la mujer de avanzada edad
desaparecía tras una pequeña puerta blanca.
-
P... p...
-
Pero.
-
C... co...
-
Como.
-
Déjate de hacerte el listillo conmigo.
-
Disculpe, mi lady. – el rubor volvió a la tez de
la mujer.
-
Bueno, ya me tienes aquí. Creo que he vivido más
en el transcurso del trayecto entre el aeropuerto hasta aquí, que en toda mi
vida.
-
Me lo puedo imaginar, percibo los cientos de emociones que emanan de tu
aura. Siento el fervor, la pasión, el dolor, la angustia, la duda, la calidez y
la embriaguez que te produce un cocktail de dichas dimensiones. Presiento
muchas preguntas y, desgraciadamente, el tiempo nos pisa los talones. También
presiento que me veré forzado a llevarte conmigo, al menos, durante algunos
meses, allí donde nos lleven las circunstancias. – Nare quiso decir algo, mas
no pudo y él continuó. – Será un camino difícil, pero lo afrontaremos juntos. –
La mujer realmente estaba embriagada, pero eran las palabras de Torr. Era muy
joven, apenas diez años de diferencia, pensaba. Pero era tal la
madurez de su elocuencia, era tal la fuerza de aquella extraña conexión
espiritual. – Responderé a tus preguntas, encantado. – él le brindó la mano
para que la estrechara con la suya. – Efectivamente, como bien has dicho, soy
Torr Lutesku.