Birdo
tenía un día de perros. Se había levantado debido a la creciente violencia del
viento que golpeaba los tablones de las ventanas de su hogar. Desperezándose,
torciose el tobillo al apoyar mal el pie en el imperfecto suelo, abriendo
ampliamente la boca, una simpática abeja penetró en ella, haciendo que su
zumbido permaneciera durante toda la jornada haciendo temblar el tímpano del
chico y, finalmente, un estornudo desgarrante, le hizo tragarse la abeja,
mientras un reguero de sangre fluía de su nariz, debido a un capilar nasal
desgastado.
No
obstante, decidió salir de casa, pues tenía claro que un gran mal le esperaba
entre aquellas cuatro paredes si no desaparecía al instante. Además, Birdo era
conocido por todo el reino, como el mejor juglar habido y por haber, con una
mágica habilidad para encandilar a las más bellas y ricas damiselas.
Su
presencia era lamentable, pero su deleznable estado lo hacía proclive a obtener
la lastima de las muchachas. A pesar de su inesperada fortuna, por el camino,
aún tuvo que soportar el sadismo de unos compañeros de la corte que le
estrujaban el hocico, riendo de las expresiones de dolor de Birdo. En ese
instante, Marlia se acercó sigilosamente al grupo, y con un basto, como el de
los naipes, agarrado con la fuerza de ambas manos, arremetió sobre los
rufianes, que huyeron heridos, desgarrando las ropas de la chica, que ante tal
situación se abrazó al frágil cuerpo de Birdo.
Los
tumultuosos pechos de Marlia se clavaron entre las costillas del muchacho y
éste no pudo esconder su rubor, entre un seguido de cosas que tampoco pudo
evadir. A pesar de su enredado pelo y su apariencia pordiosera, Birdo pudo
apreciar que en la corta distancia, la chica olía a canela. Dulce, irresistible
y atrevida. Se aferró fuerte a la dócil criatura; el escote de ella se le
acercó a escasos centímetros de su cuello, él con su erección clavándose entre
las piernas de ella, dejó ir un profundo suspiro, mientras notaba que la mirada
se le perdía entre una niebla densa de lujuriosa pasión.
En
las pupilas de Marlia se dibujaron las llamas del infierno, la tez
aterciopelada de sus mejillas se desdibujaron en una mueca de malicia y, con la
determinación del mismísimo Lucifer, la fogosidad personificada se llevó del
brazo al encantado Birdo, que veía turbiamente como lo lanzaban sobre el pajar
de una vieja granja sin techo.
Ferozmente,
las uñas de Marlia dibujaron una parábola en dirección a las ropas del joven
juglar, que vio como quedaba al descubierto su fuerte torso, repleto de
cicatrices, encima del cual, tantas princesas habían yacido extasiadas. La
campesina aferró sus fuertes manos sobre los hombros del muchacho y,
prácticamente desnuda, pues había destrozado por completo su vestido, frotó sus
nalgas sobre el abultado paquete de Birdo, que amenazaba con destrozar la tela
de sus ropajes de trovador. La lengua de una fría cobra dibujaba intermitentes
eses sobre la piel del cuello de Birdo; el control mental de Marlia sobre su
admirado juglar era completo.
Entorpecido
por el fatal maleficio, los dedos del muchacho se entrelazaron con los
entrópicos mechones de su extasiante amante, acercando sus labios para
morderlos con penetrantes y desgarradores mordiscos, para besarlos con la furia
de un dragón, blandiendo su arma de feroces llamaradas. Una cálida humedad
inundó las enaguas de Marlia. Fueron desgarradas al instante. Sus cuerpos se
fundieron, ignorando las punzantes hojas de trigo que los rodeaban. El pene de
Birdo invadió los labios inferiores de la muchacha que enarcó la espalda,
mientras sus ojos se perdían más allá de las nubes que, amenazantes,
descargaban sobre ellos un frío e intenso aguacero. Sus miradas se iluminaban
ante el refulgir de los lejanos relámpagos. El clima era la viva imagen de la
partitura rítmica dibujada por los dos cuerpos. Mientras los truenos marcaban
unas atenuadas corcheras, a medida que la intensidad del coito iba in crescendo,
la lluvia percutía sobre la piel, haciendo el doble bombo con total precisión.
A su vez, los arpegios de la voz de Marlia amenizaban la escena piro-musical.
La
sonata llamó la atención de los pueblerinos y de sus animales de granja.
Validos, berridos, aúllos, rebuznos completaban el pacto carnal. Las escopetas
cargadas de los cazadores lanzaban perdigones al compás del éxtasis. Dos
cuerpos marchitos durmieron entre sangre, sudor y paja.
Al
amanecer, las marcas de las uñas de Marlia aún eran visibles en la espalda de
Birdo; el chico tenía el cuerpo plagado de arañazos, mordiscos, moratones y
coágulos. Parecía como si el mismísimo Lucifer hubiera yacido aquella noche con
él. Y no pudo más que sonrojarse y soportar el escalofrío penetrante que le
vino al comprender que así pudiera haber sido.