En una tierra muy lejana, vivían
José y su perro Pulgo en una pequeña aldea pesquera. José, que necesitaba
pescar para sobrevivir, tenía una pequeña barca de remos con la que salía en
busca del preciado pescado azul, en compañía del incondicional animal. Los días
que no pasaba rodeado de agua y redes, José encontraba refugio en una hermosa y
bien pintada casa de madera, que se encontraba en un desfiladero tangente al
mar y a unos metros de un lago enorme que lo separaba del centro de la aldea.
Un día, quedándose anonadado por
el sonido de la brisa que golpeaba tenuemente contra el desfiladero, José
durmiose mientras navegaba por las intrincadas olas del mar. Durmió tanto
tiempo, evadido de los ladridos de su fiel can, que la barca alejose mar
adentro y al despertar, no reconoció el mundo que lo rodeaba. Grandes bancos de
peces revoloteaban a izquierda y derecha de la pequeña embarcación. Los ojos de
José intentaron salirse de sus cuencas al ver semejante botín y púsose manos a
la obra. Red va y red viene.
Pasadas las horas, el cansancio
hizo mella en sus pesados músculos y el peso excesivo del pescado cargado en la
barquita, hizo que ésta se tambaleara cual cuna de bebé. Tales sucesos llevaron
al pescador a sumirse de nuevo en un profundo sueño, mientras el movimiento
sedante del transporte se convertía en un torrencial movimiento oscilatorio que
acabó por devolver todo el pescado al agua.
Al despertar, las ropas del pobre
hombre rebosaban agua por doquier y un horrible sabor amargo recorría la lengua
del mismo. No obstante, no sólo fue la sal la que amargó el espíritu de José,
pues sus ojos veían impotentes como Pulgo lo había mantenido a flote durante
horas, bajo la barca que había cedido ante el incesante oleaje. La luz del sol
atravesaba las rendijas que había provocado la violencia del mar en la poco
consistente superficie de madera.
Agotado, con las últimas fuerzas
que le quedaban, consiguió ayudar a Pulgo a salir de allí y buceando hacia el
otro lado de la madera, abrió, inyectados en sangre, sus doloridos ojos y la
sorpresa llegó a él como en un sueño. Estaban ante el desfiladero, estaban ante
el dulce hogar y José no pudo más que echarse a llorar por su gran fortuna.
Ambos empapados salieron del agua y quedaron unos segundos a merced del suelo,
tumbados. La lengua de Pulgo describió un movimiento ascendente desde la boca
hasta la nariz de su amo y éste, enternecido lo abrazó, miró al lago que lo
separaba de la aldea y le dijo a su compañero:
"Amigo mío, la vida nos da
lo que necesitamos, si sabemos buscarlo y lo que el hombre y el perro necesitan
no va más allá de la línea del horizonte. Por eso mismo, el mar nos engaña con
su gran magnificencia, haciéndonos creer que necesitaremos algo más que lo que
el lago nos ofrece. No queramos pues caer en la trampa de Neptuno, por culpa de
no saber cuales son nuestras limitaciones."