Semanas
atrás, desde que empecé a leer lo que para mí es la obra maestra
de Friedrich Nietzsche, Así habló
Zaratustra,
vengo anonadado, sentado en los incómodos asientos de los trenes,
dándome cuenta de cuan avanzados eran los pensamientos de un hombre,
que sería difamado de nihilista y viejo sifilítico por aquellos que
temían su filosofía; de cuyas malas artes, en su obra, ya nos
intenta advertir. Comprendo que su
Genealogía de la Moral
y su Anticristo,
dieran cierto respeto a la gran masa conservadora, mas, al no verme
involucrado
en dicha biomasa, decidí darle una oportunidad a uno de los grandes
pensadores del siglo XIX. En definitiva, creo haber encontrado en la Biblia de Zaratustra el pretexto para considerar la opción de
añadir al filósofo alemán a la lista de autores que hacen que, un
servidor, esté orgulloso de ser un humano pensante. Véase, Isaac
Asimov, Voltaire, Fedor
Dostoievski.
Así
bien, sabiéndome inmaduro en muchos aspectos de la vida, reconozco
no haber aplicado en la mayoría de ellos mi mejor potencial faceta,
de la cual espero estar a la altura algún día. Por lo que,
intentando llevar a cabo algo que a tantos les cuesta, que es el
simple hecho de cambiar de conducta. Pero a un cambio en la práctica vengo a referirme, pues son muchos
los que leen, muchos los que teorizan y muchos los que se vanaglorian
de sus mentes pensantes, ignorantes de sus cientos de contradicciones
vitales. Finalmente, he logrado ver la dificultad que conlleva deshacerse
de las antiguas manías y prejuicios.
Después
de esta introducción verborreica y llena de los típicos tópicos de
aquellos que intentamos hacernos los interesantes con el uso de la
palabra escrita, os estaréis preguntando si mis palabras son pura
paja que rueda por el desierto, o bien, hay algo más allá de tanta
palabrería. Pues dejaré de andarme por las ramas y os abriré una
parte de mí, de la cual muchos ya sois semi-conocedores.
Si
de alguna cosa siempre me he jactado, por mayor
o menor cantidad, es de ser una persona cándida, gustosa de ser
cariñosa y de ese tipo de persona que a sus espaldas ríen
“de
lo bueno que es, es tonto”. Y aún así, creo que esas personas no
eran conscientes de lo erradas que estaban. Es cierto que hay
personas con tendencia a querer agradar, que a primera vista, se
muestran dóciles y voluntarias a cargar sobres sus espaldas los
problemas emocionales de los que les rodean. No
obstante, en ese proceso, nace un monstruo. Esconder la maldad en un
fino velo de bondad, hace que las víctimas de dicha maldad se
sientan confusas. Reacción de las cuales suele ser más enérgica
que en el caso de la no existencia de dicha bondad. Hablando en
plata: el ser humano debe ser egoísta para su propia supervivencia,
los instintos primarios afloran más rápidamente cuando más se
intentan esconder. ¿Qué ocurre al final? Que los bondadosos llevan
a cabo sus acciones apoyándose en la bondad que "altruistamente" han otorgado. Darán por
supuesto, al fin y al cabo, que muy a pesar de las víctimas de su
egoísmo, la balanza se equilibra, por lo que, nadie deberá
mostrarse contrariado. Mas, es todo lo contrario. El inesperado giro
de los acontecimientos y la irreverente actitud del bondadoso, chocan
con la visión idealizada que tienen los demás de ellos. En
definitiva, aumenta la desconfianza, los recelos debidos a la falta
de sinceridad de aquel que un día dijo ser portador del bien ajeno.
Por
lo tanto, es mejor pedir sinceridad y consejo, que cargar nuestros
problemas en endebles y pretenciosas muletas.
Pero,
evidentemente, nos encontramos en el camino todo tipo de
sinceridades, de las cuales debemos aprender a filtrar las benignas
de las cancerígenas. ¿Por el bien de quién? Por el nuestro propio,
en principio, y por el de las lenguas venenosas, pues
nadie está libre de caer en
la tentación de elevar su ego por encima de los demás. Así pues,
debemos ser cautos con aquellos cuya inseguridad los lleva a apoyarse
sobre la humillación ajena para evadirse de su propia
auto-humillación. No obstante, debemos ser tajantemente concisos y
directos con aquellos cuyos prejuicios nos dejan en una posición por
debajo de la real. Sin tapujos y sin dejarnos llevar por el orgullo.
Sin caer en la tentación de humillar, pues estaríamos entrando, en
el juego reptiliano de aquellos de los que es mejor evadirse. El
problema reside en diferenciar nuestros actos de la petulancia. En
conclusión, es necesario que, primero, sepamos lo suficiente de
nosotros mismos, segundo, aceptemos nuestras puntos débiles y,
finalmente, aprendamos a diferenciar entre ser
presuntuosos y ser justos para con nosotros mismos. No debemos dejar
pisotearnos para
favorecer la
seguridad de los demás. Todos debemos hacer un trabajo de aceptación
de nuestras limitaciones y mirar por superarlas. La
vida es una batalla continua
con uno mismo; no dejemos que otros se unan al bando enemigo.
Por
último, y por lo tanto, aquello que tanto me ha costado ver, es que
definitivamente, el peor castigo que podemos darnos a nosotros mismos
reside en la indulgencia. No podemos dejar que las continuas
inclemencias de la vida nos den
la potestad de quitarnos las imposiciones que nos llevarán, un día
u otro, a ser diamantes. En nuestra propia naturaleza, reside una
competitividad que borda la psicosis. Nuestras vidas se rigen por
objetivos, tanto a corto como a largo plazo. Evitar la psicosis
consiste, nuevamente, en entender, conocer, explorar nuestra
naturaleza individual. ¿A qué me refiero? Bien, se da el caso en
que muchos de nosotros, entre los que yo me encuentro, tendemos a
apoyarnos en un cúmulo de infortunios para darle la espalda a
ciertas obligaciones u objetivos vitales. Apelamos a los placeres y,
caemos en las profundidades de la decepción. Por el otro lado,
encontramos personas que, incapaces de asimilar su ritmo vital,
esperan una evolución rápida de algo que no está, todavía, a su
alcance. Efectivamente, existen personas que, dada su gran capacidad
intelectual o técnica, son capaces de extraer, en forma de
ecuaciones o de notas musicales, la naturaleza de la physis y las
mejores melodías de las cuerdas de una guitarra. No obstante, no
podemos caer ante este otro tipo de desesperación si nosotros no
somos capaces de ello. El equilibrio existe y la clave reside en la
convivencia real con nuestra propia conciencia.
Por
lo tanto, en conclusión, me gustaría acabar diciendo que, para mi
grata sorpresa, durante los últimos meses ya he tenido a personas
que me han guiado a entender mejor muchos de los puntos de los que hoy hablo. Es triste que el
catalizador haya sido un libro, pues siempre soy yo el que se queja
de que mis palabras se las lleva el viento, a la hora de dar
consejos. No obstante, doy gracias por haber entendido mejor algo,
que espero me haga mejor persona (y si lo comparto con vosotros, por
algo será). Seamos sinceros con nosotros mismos, quitémonos la
venda de los ojos. Actuemos en consecuencia y miremos a los demás de
igual a igual. Olvidemos las inseguridades, evitemos la
auto-indulgencia y la auto-condescendencia. Evitemos a aquellos que
nos utilizan y arranquemos la mano que se alimenta de nuestras
debilidades. Comprémonos un billete al mundo real y olvidémonos de
los viejos demonios que, sin duda, no residen en otros que no seamos
nosotros mismos.