El
jolgorio y el movimiento de mujeres, de un lado a otro, no pasó
inadvertido para Erilord, el mago de la comarca y hechicero personal
del Rey. Al salir de sus aposentos, sintió un sabor tórrido en el
paladar. Se adentró en los pasillos reales, se introdujo por un
tiempo por los entresijos del espacio vectorial imaginario (regido
por la famosa raiz de menos uno) y apareció de la nada, en la
estancia contigua al dormitorio de la reina. Allí estaba su secuaz,
Irbio, un ser de terroríficas facciones, con un aliento cien veces
más pestilente que las pócimas con las que trabajaba.
-
Milord, qué alegría veros. Estamos quedándonos sin gónadas de
ornitorrinco.
-
Eso ahora poco importa, mi fiel y fétido amigo.
- Me
halagáis con vuestra diplomática lengua, como hacéis siempre,
milord.
-
Dejémonos de absurdas conversaciones, al grano. ¿Menudo revuelo se
cierne alrededor del cuarto de nuestra señora? Y justo en ausencia
de nuestro amado rey Erithor.
-
Sí, soy consciente, cuántas deliciosas y contoneantes damas. -
intentó evitar babear, sin demasiada suerte - ¿Qué problema
tenéis?
-
Ninguno, aunque el aburrimiento en el castillo es algo, como sabréis,
que me embriaga en ocasiones y, con lo que no le gusta – a mí
merced – lidiar.
-
Ciertamente.
-
¿Seguimos teniendo jugo agridulce de anisóptera?
-
¿Ese mejunje de libélulas disueltas?
-
Eso mismo os acabo de decir.
-
Tenemos existencias, en efecto. Si no es muy grande mi indiscreción,
¿para qué la queréis, señor Erilord?
- Lo
entenderéis en breves momentos. Coged el frasco.
En
el justo momento en que el terrible personaje hacía lo que le habían
mandado, el mago lo agarró de la parte trasera de la túnica y lo
arrastró, en dirección al famoso pasillo real. Se volvieron a
adentrar en el mundo imaginario (usar puertas era un fastídio) y, le
rompió el botellín encima de la cabeza. El jugo tardaba poco en
hacer efecto. Cuando aparecieron en la habitación de la reina, Irbio
se había convertido en un dragón de gran agilidad, de dos metros y
medio de alto, con una cola el doble de larga.
-
¡Feliz cumpleaños, su Majestad! - gritó con gran gravedad el mago,
al aparecer ante la monarca. - Os he traído un amigo para que
conozca a vuestras amiguitas.
-
¡Erilord, os habéis vuelto loco!
Mientras
tanto, la férrea cola de Irbio transformado iba tras las hermosas
compañeras de la reina y concubinas del rey (era de todos sabido).
Las rodeaba y se regodeaba de su enorme extremidad. Era todo un
espectáculo. No obstante, cansado de la bochornosa imagen que estaba
dando, su superior abrió sus fauces y, de la nada, escupió diez
bolutas de fuego, que fueron a parar a la entrepierna del enorme
dragón.
-
Voy recordando... -habló despreocupadamente el hechicero - …
porqué me sabía a carbonilla la boca.