Entre los muros de un
empinado castillo de oscura roca, a lomos de un equino de furibundas
fauces, el Rey Erithor cabalgaba acompañado de dos de sus súbditos,
en dirección a la armería.
Eriland era un país
pequeño de praderas de hierba alta, dorada en verano. Frondosos
bosques rodeaban la región, cuyos árboles constituían la materia
prima ideal para la construcción de las cabañas de los alrededores
del castillo. El centro neurálgico del lugar se encontraba en la
plaza central de la zona amurallada, donde el bullicio del mercado
regional impregnaba de vivaces colores e intensos olores, los
sentidos del viajante explorador. Podría decirse que Eriland era el
lugar perfecto, para las vacaciones de los hijos bastardos de los
grandes hombres de la época. Llamativa, excitante y segura, aunque,
un servidor se viera imposibilitado a apostar por la continuidad de
la última de dichas propiedades.
Volviendo al querídisimo
Rey Erithor, éste se disponía a descabalgar de su montura, cuando
de la puerta de la armería, apareció un hombrecillo enjuto de
congestionados brazos, empuñando un pesado martillo.
- ¡Vuésa excelencia!
Repleto de gloria sea vuesa merced en un día tan brillante.
- Silencio, maese
armero. ¿Tienes preparado el pedido que tu rey te encomendó?
- Por supuesto, mi señor.
Aunque no esperaba veros en persona, si no es gran indiscreción de
este humilde servidor.
- ¿Esperabas? ¿Es que
hay alguien que conozca los designios de un rey, mejor que el propio
rey? Tienes suerte de ser mi más leal trabajador. Pero te tomas unas
confianzas muy peligrosas, armero.
- Por enésima vez, os
pido disculpas, mi rey. Disculpadme la osadía, mas, ¿qué os trae
tan pronto por aquí?
- Debería desollarte
ahora mismo, con el filo de la espada que tú mismo afilaste. No
obstante, agradece la buena ventura que sobre tu cuello se cierne. Me
he levantado con sed de sangre. Es una sensación nueva para mí.
Pensé que desflorando a otras dos o tres hembras de mi reino, mi
anhelo desaparecería. Mas, como mi lanza, ésta se empeña en seguir
en pie.
- Conocí a un hombre que
murió por una erección irreprimible...
-¡Silencio! Arrodíllate
ante tu señor y muéstrale tus respetos.
- (Susurro) Ahora es
cuando me hace caballero golpeándome con su pene...
- ¡Silencio he dicho!
Ahora, vuelve a tu trabajo. Mis hombres llegarán en breves, para que
los prepares para la gran batalla.
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