Mientras
tanto, la Reina Erithia seguía en la cama. Su esposo había salido
escopeteado del castillo, sin darle ninguna explicación, como de
costumbre. Hizo llamar a su dama de los chismorreos. Ésta le contó
que, se decía por el reino que su marido se dedicaba a desflorar a
las hijas de sus lacayos.
-
Traedme la pipa, Juliana. Llamad a mis cortesanas.
-
Como guste, mi reina.
-
Déjate de cortesías, amiga, hoy es tu día de suerte.
La
cara de la mujer fue de completa incredulidad. De repente, en el
balcón de aquella habitación que daba al muro oeste de la ciudad,
se oyó el pesado golpe de un cuerpo chocando con el suelo. Las dos
salieron a ver que ocurría. Vieron un joven cuerpo musculoso, que se
levantaba con dificultad, a merced de la rudeza del impacto recibido.
Un cabellera rubia, despeinada, que escondía la expresión de
desorientación y confusión de una persona con un leve exceso de
confianza en sí mismo. He dicho leve y lo he dicho antes de exceso,
pero que nadie piense que era un ser modesto. Aclarado esto, sigamos.
Había sido el aterrizaje con menor sex-appeal medievalesco de la
historia. Mas a Juliana no parecía importarle. Miraba aquellos
abultados brazos, olía el aroma que emanaba de la sudor de aquel
personaje, sentía un hiriente entumecimiento en las piernas, un
fervoroso y bullicioso calor bajo su ropa interior. Tras un breve
estudio de la fisonomía de Juliana, la monarca mandó a ésta,
nuevamente, en busca de su pipa e hizo entrar al joven hidalgo.
-
Joven irresponsable, entrad, sin demora.
-
Sí, mi señora. Dejadme decirle lo hermosa que se encuentra...
-
Silencio. Me aburre tanto zalamero.
-
Pero, he saltado por vos.
Entra
Juliana, incapaz de oír ni percibir nada. Embelesada, fija su mirada
en él. La Reina Erithia tira de ella, desgarrando parte de su blusa.
La pipa de cerámica con el opio cayeron al suelo.
-
Bueno, señorito, dejaros de aburridos discursos y poseed a mi dama
de llaves.
-
Disculpadme, milady. ¿Cómo decís?
La
Reina aferró con su inmaculada mano una nalga de su inocente
doncella, mientras con la otra recogía sus opiáceos y así habló:
-
Cansada me hallo de tanto discurso poético y harta estoy de las
faltas de respeto a vuestra Reina. Quiero divertirme. Mirad a mi
doncella, está hipnotizada, os aceptará cualquier deseo carnal.
Poned vuestras manos sobre su tierna piel, mirad ahí, entre sus
senos. ¿Me diréis que no os tienta?
En
aquel justo momento, cuatro cortesanas enfundadas en sus ropajes de
dormir, se presentaron en los aposentos de la señora del reino.
- Un
momento, un momento, os pido disculpas, mi reina.
-
¿Qué ocurre? ¿Problemas con vuestro calidoscopio?
-
En... en absoluto, ¡en absoluto, mi señora! ¿Y todas estas damas?
-
Vienen a satisfacerme a mí.
-
¿P...? Me es más agradable vuestra peliroja de generoso busto. ¿No puedo tomarla a
ella?
- Vuestro
propósito aquí es el de trabajar por el placer de vuestra reina, veníais
con la intención de tomarme, ¿no es así? Bien, satisfacedme,
tomando a mi ama de llaves y, si lo hacéis bien, mis amigas quizás se
vean obligadas a agradeceros el esfuerzo.
Justo
en el momento en que el relato se ponía interesante, el humo del
opio invadió la estancia y la música dejó de sonar, hasta
una nueva salida del sol.
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