La
tibieza, la armonía y la compostura del agua del Mediterráneo rodeaban la
pequeña barcaza de salvamento. En su interior, dos cuerpos, espalda contra
espalda, permanecían impasibles ante la eternidad espacio-temporal que los
circundaba. Dos hombres sin rumbo, exiliados de sus propias tierras, repudiados
cual sabandijas: supervivientes.
Al
fin, los dioses helenos, cansados de verlos merodeando ceca de la ficticia
costa de Troya, los empujaron hacia la península de Tracia, atravesando todos
los pequeños canales que unen el Mar Egeo, el de Mármara hasta llegar al Bósforo turco. Todo
ello, aprovechándose del cansancio de ambos viajeros, que habían permanecido
dormidos, ignorantes de su nuevo rumbo divino. Cual fue la sorpresa de Saddak,
cuando los rojizos colores del anochecer, reflejados entre muñidas nubes, le
obligaron a abrir los ojos. Éstos, que eran cuales noveles aceitunas, avistaron
a lo lejos una de las ciudades más orgullosas y esplendorosas del mundo.
Estambul y, con ella, Santa Sofía se posaban inexpugnables ante el paso humilde
de aquella embarcación. El blanco anacarado de las torres refulgía y reflejaba
bermejos destellos. La mezquita y el faro.
Las
fuerzas de Saddak, a pesar de escasas, le permitieron zarandearse ligeramente.
Su espalda seguía pegada a la de Arda, cuya cabeza se balanceó, mientras su
boca emitió un endeble gemido. He aquí que, notando la vibración procedente de
su compañero, Saddak empezó a hablar:
- Por Jerusalén, amigo mío. ¿Dónde
nos ha traído la providencia de nuestro alabado Alá? - preguntó, a lo que
obtuvo una nueva sacudida de su compañero - No te esfuerces, hermano, pues bien
sabes, igual que yo, que la sordera me impide oír tus pensamientos en alto. Mas
no me ha impedido dejar de hablar, a pesar de ser un zum, zum, zumbido que
distingo por la vibración de mi cuello. -a lo que le sobrevino un nuevo golpe,
ahora sendas cabezas se equilibraban en peso, la una ante la otra - Can, pan,
tan mal no debo hacerlo. ¡Oh! Gruñón pendenciero, alimaña de las profundidades.
Cual hubiera sido ahora tu caso, si en mi lugar estuvieras. Siempre quejándote
de mi lengua venenosa. ¡Si es que, claro, el señor sátrapa jamás habla! ¡Ojala!
¡Ojala! ¡Ojala! - una ráfaga de viento empujó los hombros de Arda, lo que puso
la manos de éste en contacto con las de su amigo - ¡Quierno, fierno, tierno
amigo! Cobra del desierto. ¿Recuerdas? -acabó diciendo Saddak, mientras su
mente volaba atravesando mares y montañas.
Año
mil cuatrocientos treinta y cuatro de la era de la Hégira, veintinueve grados
centígrados caen sobre las cabezas de la población de Ramala, quince kilómetros
al noroeste, los mismos grados se reparten entre la población de Jerusalén. Una
nueva serie de atentados suicidas se planeaba en sendas ciudades. Un nuevo
grupo, cansado de las continuas acometidas entre judíos y palestinos, se había
formado bajo estandartes antisionista-palestinos. El objetivo era claro:
destruir el corazón de ambos nacionalismos.
El
plan, trazado meses atrás, necesitaba de dos brazos ejecutores y de varios
agentes infiltrados. Uno de estos últimos era Saddak, mientras que en el bando
ejecutor se encontraba su buen amigo Arda. Éste llevaría un novedoso sistema
terrorista de dispersión orgánica. En otras palabras, iba a inmolarse. Una
enorme carga explosiva era contenida por un mecanismo que detectaba las pulsaciones
del corazón de aquel que la llevara. Una vez el corazón dejaba de bombear o el
sensor perdía la señal cardíaca, la bomba estallaba, dejando a su paso, como el
caballo de Atila, un reguero de destrucción.
La
bomba Jerusalén y la bomba Ramala estallarían en el mismo instante (teniendo en
cuenta que ambos corazones dejaran de latir al unísono), justo en el interior
de los polvorines y hangares de los ejércitos rivales. Era tal la crueldad de
aquella guerra. Era tal la irracionalidad de ambas naciones. ¿Merecía la pena
vivir, habiendo nacido en un sitio, cuya sombra de destrucción, injusticia y
dolor te perseguiría allá donde fueras? Arda lo tenía claro. Su homólogo judío,
también. Las lágrimas, subrepticiamente, caían en sus hogares. Madres cuyo estremecimiento
mostraba la impotencia de ver marchar a un hijo, para siempre. Padres dando el
último adiós a sus obras primigenias.
La
hora estipulada se acercaba. Saddak, uniformado de camuflaje se interponía en
la puerta del hangar palestino. Un único paso en falso y todo el plan se iría
al traste. Un único paso hacia un lado y vería, sobre terreno seguro, como los
millones de átomos de su amigo se esparcirían a lo largo y a lo ancho de la
zona devastada.
El
paso a un lado fue dado. La hora se acercaba y Saddak cambió su posición, para
encontrarse en zona de no riesgo. Mientras tanto, Arda, paso a paso, hacía
aumentar la distancia entre dos amigos que debían decirse adiós; otra amistad
víctima de la guerra. Arda sentía la presión del reloj en la muñeca izquierda,
cuya carga de arsénico, llegada la hora, lo sumiría en el último sueño, en
busca de sus ansiadas cincuenta vírgenes. La sangre dejaría de latir y se haría
la luz.
Absorto
en sus pensamientos, el kamikaze ignoraba, a falta de unos minutos para que los
relojes se activaran, el ajetreo que se estaba montando a su alrededor. Saddak,
embravecido, había entrado corriendo a la base y se le acercaba con mirada
desencajada. Arda se había hecho piedra y la piedra se había vuelto Arda. Su
amigo se abalanzó sobre él, le desabrochó el reloj, abrió el chaleco y,
viéndose en peligro, incapaz de sacar de aquel lugar a Arda con la bomba,
empezó a golpear rítmicamente el sensor. Con la otra mano, fue desabrochando el
artefacto. Éste y Arda ya no formaban parte del mismo yo.
El
frustrado suicida salió corriendo del polvorín, mientras, con un menor ritmo,
Saddak andaba con la Muerte entre manos, pensando que hacer. En ese momento,
cuando apenas estaba a escasos metros de la salida, vio la solución ante sus
narices: un hombre horadaba una sección del hangar con la ayuda de una
taladradora. La vibración producida por la máquina se disipaba por toda la
superficie.
El
muchacho no lo pensó, dejó suavemente la bomba sobre el suelo de tal manera que
el sensor sintiera el local movimiento sísmico. En ese momento, Saddak salió
corriendo como alma que lleva el diablo. La mala fortuna hizo que el obrero,
extrañado por aquel peculiar objeto, dejara de trabajar cuando el correcaminos
se encontraba a escasos cien metros.
Luz,
vísceras, abominación. Justo en el mismo momento, dos grandes chispas
iridiscentes se podían ver desde el cielo sobre dos ciudades enemigas.
- Es curioso, amigo. ¡Qué de todo
eso, únicamente me quedara con la sordera! - pero era evidente, que ya nada
importaba en aquel momento, pues la mirada de Arda se torcía hacia el cegador
halo de la caída del Sol, donde se encontraba ya, rodeado de las prometidas
vírgenes de la tierra que los exilió.