Me presento

Hola a todos, soy Santi, alias Galdor. Desde que tengo 16 años, las palabras se han vuelto mis aliadas para crear mundos e historias, y para dar mi peculiar visión del mundo real que nos rodea. He publicado unos relatos recientemente, y ahora estoy a punto de publicar mi primera novela. No obstante, sigo escribiendo cortos relatos, que serán mi regalo a este lugar donde guardaré trocitos de mi ser. Mi mail es santi_galdor_quantum@hotmail.com, por si alguien quiere opinar de una manera más personal. Muchas gracias.

martes, 26 de noviembre de 2013

Correspondencia


Querido doctor:

¿Le he hablado alguna vez de mi intención de tener hijos, lo más pronto posible? Hace tiempo que lo tengo claro. No obstante, son muchas las dudas que me acechan, a la hora de traer una criaturita a este mundo de locos. Ya sabe bien a lo que me refiero. El hombre es un lobo para el hombre.

Pienso en mi futuro hijo o hija y muchas precauciones me vienen a la cabeza: ¿Debería cuidar yo mismo de su educación, tal y como están las cosas? Por supuesto, no me preocupa que sea estúpido o descuidado. Me preocupa más que no sepa encontrar su vocación, su camino. En este país, está todo muy mal preestablecido, no me lo negará. Además, ¿qué puede ocurrir en un colegio? Se preparan a personas que ni siquiera están motivadas, para la labor que les espera en el futuro. Imáginese la situación que le narraré.


David, mi hijo, un muchacho de veinte años, recién entrado en la universidad, se levanta temprano, como cada día, para ir en busca del tren que lo llevará a su facultad. El chico ve entrar a una mujer de unos sesenta años que cojea de una pierna y, muy amablemente, le cede su asiento. David la mira inquisitivamente y le dice, tal que así:

- Disculpe, veo que no me reconoce.
- Me suenan tus ojos, pero soy profesora y me es tan difícil recordar una cara de entre tantas.
- Soy David. El nieto de la Eustaquia.
- ¡Pero bueno! Como has crecido... Como pasan los años, muchacho. La última vez eras un chiquillo.
- Así es. Aunque algunos os dedicaráis a complicarme la infancia.
- ¿Qué me dices? Es la faena de los profesores, daros un poco de caña, para que estudiéis y seáis alguien de provecho.
- Con todo el respeto. Un cojón.
- P... pero, que insol...
- Cállese y escuche.

Mi hijo levanta la voz. El vagón del tren se queda en silencio, mientras David empieza su historia.

- Verá. Le contaré las hazañas de un niño de primaria. Volvámonos diez años atrás, me acuerdo perfectamente. Usted trabajaba media jornada de profesora y la otra, de monitora del comedor. Excursión al Palacete del Mondongo, por aquel entonces, me gustaba una chica de clase. Insistentemente, le pedía que fuera mi novia, aunque a esas edades sólo quisiera una oportunidad de cogerle la mano a una niña. ¿Recuerda qué ocurrió en el autobús de vuelta? La buena profesora se dedicó a reírse del muchacho, al que llamaba feo en su cara. “Oh jojojo ¿No ves lo feo que es? Puedes aspirar a más, Petunia.” -un rumor crítico se eleva en el interior del convoy- Aunque claro, ¿qué hizo el niño? Nada, pues nadie le había enseñado a luchar contra las injusticias de los mayores. Además, ya tenía suficiente con los problemas en casa y las múltiples peleas con sus compañeros de clase. Recuerde bien, uno de ellos, era su hijo, Toni. - El veinteañero hace una pausa, para reprimir la ira. Se obliga a tararear un mantra. Enfoca y continua. Un dolor inhumano recorre la faz de la profesora.


Un reguero lacrimoso recorre la cara de la mujer.

- Hace dos semanas, mi hijo murió en un accidente de coche. Si buscabas semejante venganza, ahí lo tienes, David.

Mi hijo, ante tal revelación, también se echó a llorar.

- Después de tantos años, sólo esperaba una cosa y ni de eso ha sido capaz.
- ¿A qué te refieres, no te parece poco el dolor que siento?
- ¿De qué sirve el castigo, cuando no hay una muestra de arrepentimiento?


Como puede ver, querido doctor, me es muy difícil decidirme. Aunque, algo tengo claro: si decido educarlo yo, será en mi propia escuela, donde nadie pueda sufrir lo que sufrí antaño.

Sinceramente suyo,

David

martes, 19 de noviembre de 2013

Capítulo XIV (continuación) Narrador testigo



            Realmente, aquella mujer era una maravilla para la vista. Después de tantos días de guardia, en las empalizadas del puente de Chelsea, a los hombres nos invadía una sed mujeriega que recorría cada porción de nuestro cuerpo. Debía estarle sumamente agradecido a Lutero por la misión que me había encomendado.
            El objetivo era una fémina de treinta años, metro setenta, no excesivamente agraciada de cara, pero con unas caderas y unos muslos sublimes.
            Me encontraba entre las ruinas de un edificio en el cruce entre Holbein Pl. y Sloane Gardens, cuando apareció la susodicha, emergiendo de la boca del metro. Paso firme, pero despreocupado. Sorprendente, dado en la zona donde se encontraba. Cada pocos segundos, ralentizaba su marcha para colocarse bien la ropa interior. ¿Qué había estado haciendo allí dentro? Por un momento, mi imaginación me desbordó, a causa de mi propio calentamiento global. Tardé en caer en la cuenta que debía informar a mi superior.

-       El colibrí sale del nido para ir en busca de gusanos. Repito. En busca de gusanos.
-       Entendido. Guía al colibrí en el buen camino. Corto y cierro.

Como un resorte, me puse en marcha. Procuraba mantenerme a una distancia prudencial de su posición, aunque mi objetivo era que se sintiera observada, seguida, incómoda. Decidió, de manera correcta, bajar por Holbein. Aquella expresión de incredulidad se hizo latente en mi corazón. La mujer se veía rodeada de armatostes de hormigón, vacíos, abandonados muchos años atrás. Su mirada reflejaba la vida que habíamos tenido que escoger, los cambios que nos habían obligado a elegir, aquella terrible separación.
Al fin, mi cometido tuvo sentido: el objetivo se vio en una disyuntiva, ante la cual iba a escoger erróneamente, como bien debió prever nuestro líder. Una pancarta iluminada le indicaba que la calle de su siniestra era Pimlico Rd. Esa calle nunca había llevado a nadie hacia la estación con la cual compartía nombre, además, esta calle la haría cruzar una de las zonas más peligrosas de los suburbios de Brent, el puente Ebury. Era imperativo que la mujer se metiera en el descampado tangente a Chelsea Bridge Rd.
Aceleré el paso, me intuía, se sentía vulnerable, incapaz de tomar una decisión inmediata. Como bien había previsto, ésta salió disparada en la dirección más inmediata: en línea recta. Genial. Eso me daría la posibilidad de volverme a esconder, mientras seguía al acecho. Me metí entre los centenarios árboles de Ranelagh Gardens, situados en la acera opuesta. La respiración entrecortada y su mirada de lince me excitaron de forma evidente. No obstante, no había tiempo para dichos pensamientos. En pocos minutos, llegaría frente al abandonado Lister Hospital, donde la realidad se cebó con ella.
Un grupo de vagabundos hacía cola frente a la puerta. Desde dentro, un grupo de jóvenes delincuentes les lanzaban objetos, para ahuyentarlos. Nare, la mujer, que había dejado de ser mi objetivo, contemplaba aquella escena, mientras algo en su interior se resquebrajaba. Uno de los chicos lanzó un recipiente de acero oxidado que golpeó la sien de uno de los vagabundos. La sangre salía a borbotones de la cabeza del hombre de mediana edad. La señorita Wast corrió al lado del herido, puso sus rodillas en el suelo y, cogiéndole la cabeza con las manos, vio como la vida se escapaba de aquel cuerpo.

-         ¡Fluchte scheißkerle! – chillaba enloquecida, repetidas veces. Un reguero lacrimoso no tardó en aparecer en sus ojos, recorriendo rápidamente sus mejillas.

Era la ley del más fuerte. Algo para lo que una reportera de guerra del siglo XXI no estaba preparada. Aquello dejó mella en mí. Ahora sé que aquel día puse muchos intereses en peligro, aunque el resultado fuera de lo más surrealista.
Cegado por la frustración, me decidí a aparecer en aquella horrible sucesión de hechos. Salí de entre el bosque, corrí hacia Nare y la aparté del cadaver.

-         ¡Rápido, vete! ¿Ves ese puesto elevado, en Chelsea Bridge? Rodéalo por la derecha y métete en Grosvenor Rd. Siento que el muro no te permita ver la belleza del Thames. ¡Mucha suerte! – y la besé, como quien besa a un gatito indefenso.

Salió corriendo. A su alrededor un aura se dibujaba, gracias al resplandor del atardecer, mientras los objetos seguían lloviendo cerca de mí. Por fortuna, aquella no fue la última vez que nos vimos, aunque ella, jamás, volviera a ser la misma.