Realmente, aquella mujer era una
maravilla para la vista. Después de tantos días de guardia, en las empalizadas
del puente de Chelsea, a los hombres nos invadía una sed mujeriega que recorría
cada porción de nuestro cuerpo. Debía estarle sumamente agradecido a Lutero por
la misión que me había encomendado.
El objetivo era una fémina de
treinta años, metro setenta, no excesivamente agraciada de cara, pero con unas
caderas y unos muslos sublimes.
Me encontraba entre las ruinas de un
edificio en el cruce entre Holbein Pl.
y Sloane Gardens, cuando apareció la
susodicha, emergiendo de la boca del metro. Paso firme, pero despreocupado.
Sorprendente, dado en la zona donde se encontraba. Cada pocos segundos,
ralentizaba su marcha para colocarse bien la ropa interior. ¿Qué había estado
haciendo allí dentro? Por un momento, mi imaginación me desbordó, a causa de mi
propio calentamiento global. Tardé en caer en la cuenta que debía informar a mi
superior.
-
El colibrí sale del nido para ir en busca de gusanos.
Repito. En busca de gusanos.
-
Entendido. Guía al colibrí en el buen camino. Corto y
cierro.
Como un resorte, me puse en marcha. Procuraba mantenerme a una distancia
prudencial de su posición, aunque mi objetivo era que se sintiera observada,
seguida, incómoda. Decidió, de manera correcta, bajar por Holbein. Aquella expresión de incredulidad se hizo latente en mi
corazón. La mujer se veía rodeada de armatostes de hormigón, vacíos,
abandonados muchos años atrás. Su mirada reflejaba la vida que habíamos tenido
que escoger, los cambios que nos habían obligado a elegir, aquella terrible
separación.
Al fin, mi cometido tuvo sentido: el objetivo se vio en una disyuntiva,
ante la cual iba a escoger erróneamente, como bien debió prever nuestro líder.
Una pancarta iluminada le indicaba que la calle de su siniestra era Pimlico Rd. Esa calle nunca había
llevado a nadie hacia la estación con la cual compartía nombre, además, esta
calle la haría cruzar una de las zonas más peligrosas de los suburbios de
Brent, el puente Ebury. Era
imperativo que la mujer se metiera en el descampado tangente a Chelsea Bridge Rd.
Aceleré el paso, me intuía, se sentía vulnerable, incapaz de tomar una
decisión inmediata. Como bien había previsto, ésta salió disparada en la
dirección más inmediata: en línea recta. Genial. Eso me daría la posibilidad de
volverme a esconder, mientras seguía al acecho. Me metí entre los centenarios árboles
de Ranelagh Gardens, situados en la
acera opuesta. La respiración entrecortada y su mirada de lince me excitaron de
forma evidente. No obstante, no había tiempo para dichos pensamientos. En pocos
minutos, llegaría frente al abandonado Lister
Hospital, donde la realidad se cebó con ella.
Un grupo de vagabundos hacía cola frente a la puerta. Desde dentro, un
grupo de jóvenes delincuentes les lanzaban objetos, para ahuyentarlos. Nare, la
mujer, que había dejado de ser mi objetivo, contemplaba aquella escena,
mientras algo en su interior se resquebrajaba. Uno de los chicos lanzó un
recipiente de acero oxidado que golpeó la sien de uno de los vagabundos. La
sangre salía a borbotones de la cabeza del hombre de mediana edad. La señorita
Wast corrió al lado del herido, puso sus rodillas en el suelo y, cogiéndole la
cabeza con las manos, vio como la vida se escapaba de aquel cuerpo.
-
¡Fluchte scheißkerle! – chillaba enloquecida, repetidas veces. Un
reguero lacrimoso no tardó en aparecer en sus ojos, recorriendo rápidamente sus
mejillas.
Era la ley del
más fuerte. Algo para lo que una reportera de guerra del siglo XXI no estaba
preparada. Aquello dejó mella en mí. Ahora sé que aquel día puse muchos
intereses en peligro, aunque el resultado fuera de lo más surrealista.
Cegado por la
frustración, me decidí a aparecer en aquella horrible sucesión de hechos. Salí
de entre el bosque, corrí hacia Nare y la aparté del cadaver.
-
¡Rápido, vete! ¿Ves ese puesto elevado, en Chelsea Bridge? Rodéalo por la derecha y métete en Grosvenor Rd. Siento que el muro no te
permita ver la belleza del Thames. ¡Mucha suerte! – y la besé, como quien besa
a un gatito indefenso.
Salió corriendo. A su alrededor un aura se dibujaba, gracias al resplandor
del atardecer, mientras los objetos seguían lloviendo cerca de mí. Por fortuna,
aquella no fue la última vez que nos vimos, aunque ella, jamás, volviera a ser
la misma.
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