Me presento

Hola a todos, soy Santi, alias Galdor. Desde que tengo 16 años, las palabras se han vuelto mis aliadas para crear mundos e historias, y para dar mi peculiar visión del mundo real que nos rodea. He publicado unos relatos recientemente, y ahora estoy a punto de publicar mi primera novela. No obstante, sigo escribiendo cortos relatos, que serán mi regalo a este lugar donde guardaré trocitos de mi ser. Mi mail es santi_galdor_quantum@hotmail.com, por si alguien quiere opinar de una manera más personal. Muchas gracias.

lunes, 10 de junio de 2013

Último relato del Curs d'Escritura Creativa

Antes de nada, quiero decir que el relato que subiré a continuación, es una historia paralela a un relato de uno de mis compañeros del Curs. Por lo tanto, puede que haya cosas que parezca que quedan en el aire... Intentaré, más adelante, subir la otra historia y que me digáis que os parece el experimento, como siempre: ¡Muchas gracias por leer!


Como todos los días, Galdor se levantaba a las siete de la mañana con renovadas fuerzas, con energía, sin aquella ira que meses atrás lo sorprendía al despertar. Renovar el colchón había sido, sin duda, una gran idea. Buscaba cualquier combinación aceptable de prendas de vestir y se las ajustaba a su cuerpo de deportista amater. Impregnaba con su aliento el cristal de sus lentes y las frotaba, haciendo uso de la camiseta, con parsimonia. Llegaba a la cocina donde los cereales bañados con zumo multivitamínico lo esperaban. No tenía prisa. En caso contrario, se hubiera preparado un té rojo, que con seguridad, le hubiera irritado el paladar. Pasados veinte minutos de las siete, habiéndose lavado los dientes, salía de casa dirección a la estación de tren.
Normalmente, excepto los día en que había alguna incidencia relativa al estado de la catenaria, las idas y venidas en el tren transcurrían sin nada remarcable. No obstante, para hacerlo más llevadero, Galdor usaba su habilidad especial: un radar de mujeres. Lo había perfeccionado en su antiguo trabajo, como peón de una empresa de fabricación de barriles de vino. En aquel trabajo, todo eran hombres, todo, todo, lo que vulgarmente llamaríamos un campo de nabos. Así pues, el chico, que se acercaba ya a la mágica cifra entre los veinte y los treinta años, se aferraba a la lectura de un libro, del cual no apartaba la mirada hasta que un nuevo objetivo subía al vagón. Era un pasatiempos como cualquier otro, inocente, sin otra intención que darle un homenaje a sus ojos. Como el que contempla arte en un museo. Por suerte, el invierno había acabado y le era más sencillo distinguir curvas bajo la ropa primaveral.
El tren llegaba a Gelida y Galdor ya se preparaba. Tras años de viajes a Barcelona, el joven había llegado a la conclusión que aquella era una de las paradas con mayor densidad de tías buenas por metro cuadrado. Las había visto de todos los colores y edades. Por un lado, hippies perro-flautas con unos ojos que quitaban el hipo, con parte del pelo rapado (como tanto le gustaba a él) y que, seguramente, ignoraban el hecho de estar haciendo un homenaje a los presos de antaño recluídos en la Siberia soviética. Por otro lado, mujeres cansadas de la ciudad que, tras unos años de aguantar a esos infieles grandes directivos que tenían como maridos, decidían irse a un pueblo con sus hijos. Galdor veía en ellas una fuerza impertérrita. Decididas a cambiar de aires, cuidan sus cuerpos, visten con simplicidad y elegancia.
El tren paró. En primer lugar, subió una ancianita. El vagón estaba a rebosar y nuestro protagonista se levantó para cederle el sitio. Mientras esperaba que la mujer, con paso lento, llegara al asiento, sintió dos presencias diminutas que se deslizaban rozando sus piernas. Tras ellas les seguía una mujer que acabó chocando con Galdor.

- ¡Ché, boludo! -gritó la mujer, con acento rosarino- Mirá por donde andás, pelotudo. Tenés las bolas tan grandes que vas pisándote el pendejo.
- ¡Será posible! -se intentó defender Galdor- Fue usted la que se ha chocado conmigo. Menuda bocaza me lleva delante de sus niñas.

Aquella mujer, cuyo nombre era Celeste, desprendía un aura completamente opuesta a su manera de dirigirse al chico. Treinta años, madre de dos hijas -de tres y cinco años, respectivamente-, modo de vestir modesto, pelo castaño claro que emitía tonos dorados al reflejarse la luz del sol matinal, no muy largo. Ojos color miel, expresión decidida, imagen despreocupada. Acompañada por dos angelitos que no llegaban al metro de altura, cuyas sonrisas reflejaban ,que disfrutaban de una de esas infancias, donde vives rodeado de campos y animales, que amas cada rincón de tu mundo, el blanco del invierno y el colorido mural de la primavera. A Galdor le llamó mucho la atención aquella familia.

- Mami, ¿puedo quedarme en casa de Daniela, esta noche? -preguntó la mayor.
- Ya veremos, mi pequeño mirlo. Esta tarde mami tiene otra boludés muy importante en tu colegio, si salgo tarde, os podréis quedar las dos con Dan. Mañana, os pasaré a buscar.
- Pero si mañana es sábado, mami.
- Por eso mismo, Lusía. Olvidás que tenemos acampada en el bosque. Vos dormirás conmigo -se acercó a la pequeña- y vos, mi amor, podrás dormir con papá. -le dijo mientras la besaba.

Después de esa conversación, Galdor volvió a caer sumido en el interior de "Los propios dioses" de, como a él le gustaba llamar, Sir Isaac Asimov, a pesar de no haber recibido título nobiliario anglosajón alguno. Era una obra maestra. Asimov se atrevió a conectar dos universos paralelos cuyas leyes físicas diferían de tal manera, que el estado de la materia que formaban los seres de ambos universos era completamente distinto. ¿Y por qué iba a interesarse alguien ajeno a la ciencia por esos detalles? Pues bien, en la actualidad, nuestro protagonista trabajaba de jardinero en una escuela privada. No obstante, el joven ostentaba el título de doctor en química teórica. Dada la situación actual del país, sin becas postdoctorales y queriendo evitar ir al extranjero, Galdor tuvo que buscar un trabajo que le permitiera vivir y ahorrar, para, en un futuro, dedicarse a la ciencia por su cuenta. Quería evitar, bajo cualquier contexto, que se fuera diciendo que su cerebro se había fugado. ¡Jamás!, le decía su cerebro. Era una materia muy orgullosa.
Divagaciones a parte, el día de Galdor transcurrió con total normalidad, hasta que... Bueno, ya lo descubriréis más adelante. Pues había llegado la hora de la reunión entre Celeste y el director de la escuela de sus hijas. Cabía decir, que a pesar de aparentar ser una familia humilde, se estaban gastando un pastizal en la educación de sus hijas. El colegio emanaba un aura de pijismo opresivo, lacerante. No obstante, si Celeste conseguía encandilar al director para que firmara el contrato, podría permitirse la educación de sus niñas con más holgura. Celeste era comercial viajante de una marca de equipaciones deportivas. Los niños necesitaban ropa adecuada para desarrollarse físicamente y ella quería que su empresa se encargara de proveer a aquellas familias adineradas de dicha ropa. Era el golpe perfecto.
Al llegar al despacho, un secretario muy apuesto le hizo esperar un par de minutos en la sala de espera. Se acababa el turno del chico y le indicó que entrara al cuarto contiguo al despacho del director. Al entrar, Celeste no pudo evitar imaginarse como sería el verdadero despacho, pues el cuarto donde se encontraba ya cumplía con creces dicha función. La cumplía ostentosamente, además.
De repente, oyó un ruido, una mesa deslizándose en la habitación de al lado. Una risita femenina. Se decidió por llamar a la puerta. Durante la espera, oyó movimientos erráticos, susurros y un golpe seco, como el que se produciría al deslizar una puerta corredera de un armario. Al momento, se abrió la puerta y se encontró de bruces con un apuesto hombre. A pesar de la planta del director, Celeste no pudo evitar fijarse en lo desaliñado que iba. El cuello de la camisa mal puesto, un botón desajustado, otro a punto de caer. El cinturón ladeado, la bragueta medio abierta. ¡Qué pendeja, mirando ahí! ¡Qué carajo hasés! ¡Quitá la mirada de las bolas del director, pelotuda!

- Buenas tardes, señor director.
- Perdone el desorden, buenas tardes. Usted es...
- ¡Ui, perdone! Fui un poco boluda al no esperar. Habíamos concretado un sita para esta tarde. Soy Celeste Gimena Tévez. Mamá de Lucía y Ari Tévez. Aunque vengo como comercial de Dressports S.L.
- Exacto. Lo recuerdo, ahora, perfectamente. Dígame, ¿en qué puedo ayudarla?
- Me gustaría hablarle de nuestros productos. Sabemos que está buscando un proveedor de ropa deportiva, para los niños.

Mientras el director adaptaba la columna sobre su silla ergonómica, carraspeando, dando la sensación de estar digiriendo la información recibida, Celeste pudo ver un sujetador lila sobre la estantería trasera. Automáticamente, apartó la mirada hacia un armario empotrado en la parte izquierda del despacho, la dirigió hacia la derecha, una ventana, a través de la cual le pareció ver a un jardinero con unas tijeras de podar, en plan thriller. Era una situación desconcertante, pero sabía sacar jugo de ellas. Sacó el catálogo, lo puso sobre el escritorio: algunas cartas sobre la mesa.

- Acá le muestro las múltiples modalidades que abarcamos: el chandal de educación física, indumentarias de fútbol, baloncesto, voleibol.
- Mire, señorita. No entiendo muy bien de ley comercial. Hábleme de precios y de las condiciones.

La gaucha le mostró unos gráficos de relaciones precio-demanda. La expresión del director seguía impertérrita.

- Me parecen un poco caros. Comprendo su necesidad de hacer negocio, pero, a pesar del status de las familias de esta escuela, creo que se están intentando aprovechar.
- Mirá, hagamos una cosa. Sé que vo... usted tiene un secreto y no desea que nadie lo descubra, ¿es o no? Podrá acayar mi bocasa si firma el contrato.

Todas las cartas sobre la mesa. Celeste debía usar la baza de la reputación del dirigente de la escuela. Pero, quién iba a imaginar lo que ocurrió a continuación.

- Tiene usted razón, me ha descubierto y debo pagar por ello.

De repente, las luces del despacho se fundieron. Aprovechando la oscuridad, el director se desnudó. A continuación, ante la mirada atónita de las dos mujeres que estaban en la habitación, el cuerpo del hombre empezó a emitir luz. Ésta parpadeaba. Finalmente, como si se tratara de una crisálida, la luminiscente piel del hombre se desprendió de su cuerpo y apareció un ser humanoide de rasgados ojos y piel escamoteada.

- En efecto, soy un reptiliano.
- P... p... pero... su amante... en el armario... ¿Cómo iba yo...? ¿Un al...alien...? -tartamudeó Celeste al borde de un ataque de locura.

Inmediatamente, otro golpe seco se oyó procedente del interior del armario. Una mujer con los pechos desnudos estaba tumbada en su interior. Se había golpeado la cabeza. El director-reptil se acercó a ella y con palabras cariñosas intentó reanimarla.

Mientras todo eso ocurría, desde el otro lado de la ventana, Galdor no se creía lo que veía. Se había acercado para ver los múltiples affairs del director y había acabado grabando una metamorfosis reptiliana en todo su esplendor. Debía admitir que se sentía decepcionado, pues al ver de nuevo a la mujer argentina del tren, hubiera disfrutado más viéndola desnuda retozando y no a aquella sesentona desesperada. Pero se tenía que conformar con la exclusiva millonaria por la noticia del año.

Celeste se fue sin firmar ningún contrato, desencajada. Al llegar a casa nadie la creería. Galdor fue raptado por la CIA, donde acabó trabajando en la policía científica. Penélope (¿De dónde habrá salido este nombre?), cansada de los hombres de siempre, decidió unirse a la colonia reptiliana secreta junto a Blizzarov, el director de las Escuelas Pía.