Como todos los días, Galdor se
levantaba a las siete de la mañana con renovadas fuerzas, con
energía, sin aquella ira que meses atrás lo sorprendía al
despertar. Renovar el colchón había sido, sin duda, una gran idea.
Buscaba cualquier combinación aceptable de prendas de vestir y se
las ajustaba a su cuerpo de deportista amater. Impregnaba con su
aliento el cristal de sus lentes y las frotaba, haciendo uso de la
camiseta, con parsimonia. Llegaba a la cocina donde los cereales
bañados con zumo multivitamínico lo esperaban. No tenía prisa. En
caso contrario, se hubiera preparado un té rojo, que con seguridad,
le hubiera irritado el paladar. Pasados veinte minutos de las siete,
habiéndose lavado los dientes, salía de casa dirección a la
estación de tren.
Normalmente, excepto los día en
que había alguna incidencia relativa al estado de la catenaria, las
idas y venidas en el tren transcurrían sin nada remarcable. No
obstante, para hacerlo más llevadero, Galdor usaba su habilidad
especial: un radar de mujeres. Lo había perfeccionado en su antiguo
trabajo, como peón de una empresa de fabricación de barriles de
vino. En aquel trabajo, todo eran hombres, todo, todo, lo que
vulgarmente llamaríamos un campo de nabos. Así pues, el chico, que
se acercaba ya a la mágica cifra entre los veinte y los treinta
años, se aferraba a la lectura de un libro, del cual no apartaba la
mirada hasta que un nuevo objetivo subía al vagón. Era un
pasatiempos como cualquier otro, inocente, sin otra intención que
darle un homenaje a sus ojos. Como el que contempla arte en un museo.
Por suerte, el invierno había acabado y le era más sencillo
distinguir curvas bajo la ropa primaveral.
El tren llegaba a Gelida y
Galdor ya se preparaba. Tras años de viajes a Barcelona, el joven
había llegado a la conclusión que aquella era una de las paradas
con mayor densidad de tías buenas por metro cuadrado. Las había
visto de todos los colores y edades. Por un lado, hippies
perro-flautas con unos ojos que quitaban el hipo, con parte del pelo
rapado (como tanto le gustaba a él) y que, seguramente, ignoraban el
hecho de estar haciendo un homenaje a los presos de antaño recluídos
en la Siberia soviética. Por otro lado, mujeres cansadas de la
ciudad que, tras unos años de aguantar a esos infieles grandes
directivos que tenían como maridos, decidían irse a un pueblo con
sus hijos. Galdor veía en ellas una fuerza impertérrita. Decididas
a cambiar de aires, cuidan sus cuerpos, visten con simplicidad y
elegancia.
El tren paró. En primer lugar,
subió una ancianita. El vagón estaba a rebosar y nuestro
protagonista se levantó para cederle el sitio. Mientras esperaba que
la mujer, con paso lento, llegara al asiento, sintió dos presencias
diminutas que se deslizaban rozando sus piernas. Tras ellas les
seguía una mujer que acabó chocando con Galdor.
- ¡Ché, boludo! -gritó la
mujer, con acento rosarino- Mirá por donde andás, pelotudo. Tenés
las bolas tan grandes que vas pisándote el pendejo.
- ¡Será posible! -se intentó
defender Galdor- Fue usted la que se ha chocado conmigo. Menuda
bocaza me lleva delante de sus niñas.
Aquella mujer, cuyo nombre era
Celeste, desprendía un aura completamente opuesta a su manera de
dirigirse al chico. Treinta años, madre de dos hijas -de tres y
cinco años, respectivamente-, modo de vestir modesto, pelo castaño
claro que emitía tonos dorados al reflejarse la luz del sol matinal,
no muy largo. Ojos color miel, expresión decidida, imagen
despreocupada. Acompañada por dos angelitos que no llegaban al metro
de altura, cuyas sonrisas reflejaban ,que disfrutaban de una de esas
infancias, donde vives rodeado de campos y animales, que amas cada
rincón de tu mundo, el blanco del invierno y el colorido mural de la
primavera. A Galdor le llamó mucho la atención aquella familia.
- Mami, ¿puedo quedarme en casa
de Daniela, esta noche? -preguntó la mayor.
- Ya veremos, mi pequeño mirlo.
Esta tarde mami tiene otra boludés muy importante en tu
colegio, si salgo tarde, os podréis quedar las dos con Dan. Mañana,
os pasaré a buscar.
- Pero si mañana es sábado,
mami.
- Por eso mismo, Lusía.
Olvidás que tenemos acampada en el bosque. Vos dormirás conmigo -se
acercó a la pequeña- y vos, mi amor, podrás dormir con papá. -le
dijo mientras la besaba.
Después de esa conversación,
Galdor volvió a caer sumido en el interior de "Los propios
dioses" de, como a él le gustaba llamar, Sir Isaac Asimov, a
pesar de no haber recibido título nobiliario anglosajón alguno. Era
una obra maestra. Asimov se atrevió a conectar dos universos
paralelos cuyas leyes físicas diferían de tal manera, que el estado
de la materia que formaban los seres de ambos universos era
completamente distinto. ¿Y por qué iba a interesarse alguien ajeno
a la ciencia por esos detalles? Pues bien, en la actualidad, nuestro
protagonista trabajaba de jardinero en una escuela privada. No
obstante, el joven ostentaba el título de doctor en química
teórica. Dada la situación actual del país, sin becas
postdoctorales y queriendo evitar ir al extranjero, Galdor tuvo que
buscar un trabajo que le permitiera vivir y ahorrar, para, en un
futuro, dedicarse a la ciencia por su cuenta. Quería evitar, bajo
cualquier contexto, que se fuera diciendo que su cerebro se había
fugado. ¡Jamás!, le decía su cerebro. Era una materia muy
orgullosa.
Divagaciones a parte, el día de
Galdor transcurrió con total normalidad, hasta que... Bueno, ya lo
descubriréis más adelante. Pues había llegado la hora de la
reunión entre Celeste y el director de la escuela de sus hijas.
Cabía decir, que a pesar de aparentar ser una familia humilde, se
estaban gastando un pastizal en la educación de sus hijas. El
colegio emanaba un aura de pijismo opresivo, lacerante. No
obstante, si Celeste conseguía encandilar al director para que
firmara el contrato, podría permitirse la educación de sus niñas
con más holgura. Celeste era comercial viajante de una marca de
equipaciones deportivas. Los niños necesitaban ropa adecuada para
desarrollarse físicamente y ella quería que su empresa se encargara
de proveer a aquellas familias adineradas de dicha ropa. Era el golpe
perfecto.
Al llegar al despacho, un
secretario muy apuesto le hizo esperar un par de minutos en la sala
de espera. Se acababa el turno del chico y le indicó que entrara al
cuarto contiguo al despacho del director. Al entrar, Celeste no pudo
evitar imaginarse como sería el verdadero despacho, pues el cuarto
donde se encontraba ya cumplía con creces dicha función. La cumplía
ostentosamente, además.
De repente, oyó un ruido, una
mesa deslizándose en la habitación de al lado. Una risita femenina.
Se decidió por llamar a la puerta. Durante la espera, oyó
movimientos erráticos, susurros y un golpe seco, como el que se
produciría al deslizar una puerta corredera de un armario. Al
momento, se abrió la puerta y se encontró de bruces con un apuesto
hombre. A pesar de la planta del director, Celeste no pudo evitar
fijarse en lo desaliñado que iba. El cuello de la camisa mal puesto,
un botón desajustado, otro a punto de caer. El cinturón ladeado, la
bragueta medio abierta. ¡Qué pendeja, mirando ahí! ¡Qué carajo
hasés! ¡Quitá la mirada de las bolas del director,
pelotuda!
- Buenas tardes, señor director.
- Perdone el desorden, buenas
tardes. Usted es...
- ¡Ui, perdone! Fui un poco
boluda al no esperar. Habíamos concretado un sita para esta
tarde. Soy Celeste Gimena Tévez. Mamá de Lucía y Ari Tévez.
Aunque vengo como comercial de Dressports S.L.
- Exacto. Lo recuerdo, ahora,
perfectamente. Dígame, ¿en qué puedo ayudarla?
- Me gustaría hablarle de
nuestros productos. Sabemos que está buscando un proveedor de ropa
deportiva, para los niños.
Mientras el director adaptaba la
columna sobre su silla ergonómica, carraspeando, dando la sensación
de estar digiriendo la información recibida, Celeste pudo ver un
sujetador lila sobre la estantería trasera. Automáticamente, apartó
la mirada hacia un armario empotrado en la parte izquierda del
despacho, la dirigió hacia la derecha, una ventana, a través de la
cual le pareció ver a un jardinero con unas tijeras de podar, en
plan thriller. Era una situación desconcertante, pero sabía
sacar jugo de ellas. Sacó el catálogo, lo puso sobre el escritorio:
algunas cartas sobre la mesa.
- Acá le muestro las múltiples
modalidades que abarcamos: el chandal de educación física,
indumentarias de fútbol, baloncesto, voleibol.
- Mire, señorita. No entiendo
muy bien de ley comercial. Hábleme de precios y de las condiciones.
La gaucha le mostró unos
gráficos de relaciones precio-demanda. La expresión del director
seguía impertérrita.
- Me parecen un poco caros.
Comprendo su necesidad de hacer negocio, pero, a pesar del status
de las familias de esta escuela, creo que se están intentando
aprovechar.
- Mirá, hagamos una cosa. Sé
que vo... usted tiene un secreto y no desea que nadie lo descubra,
¿es o no? Podrá acayar mi bocasa si firma el
contrato.
Todas las cartas sobre la mesa.
Celeste debía usar la baza de la reputación del dirigente de la
escuela. Pero, quién iba a imaginar lo que ocurrió a continuación.
- Tiene usted razón, me ha
descubierto y debo pagar por ello.
De repente, las luces del
despacho se fundieron. Aprovechando la oscuridad, el director se
desnudó. A continuación, ante la mirada atónita de las dos mujeres
que estaban en la habitación, el cuerpo del hombre empezó a emitir
luz. Ésta parpadeaba. Finalmente, como si se tratara de una
crisálida, la luminiscente piel del hombre se desprendió de su
cuerpo y apareció un ser humanoide de rasgados ojos y piel
escamoteada.
- En efecto, soy un reptiliano.
- P... p... pero... su amante...
en el armario... ¿Cómo iba yo...? ¿Un al...alien...? -tartamudeó
Celeste al borde de un ataque de locura.
Inmediatamente, otro golpe seco
se oyó procedente del interior del armario. Una mujer con los pechos
desnudos estaba tumbada en su interior. Se había golpeado la cabeza.
El director-reptil se acercó a ella y con palabras cariñosas
intentó reanimarla.
Mientras todo eso ocurría,
desde el otro lado de la ventana, Galdor no se creía lo que veía.
Se había acercado para ver los múltiples affairs del
director y había acabado grabando una metamorfosis reptiliana en
todo su esplendor. Debía admitir que se sentía decepcionado, pues
al ver de nuevo a la mujer argentina del tren, hubiera disfrutado más
viéndola desnuda retozando y no a aquella sesentona desesperada.
Pero se tenía que conformar con la exclusiva millonaria por la
noticia del año.
Celeste se fue sin firmar ningún
contrato, desencajada. Al llegar a casa nadie la creería. Galdor fue
raptado por la CIA, donde acabó trabajando en la policía
científica. Penélope (¿De dónde habrá salido este nombre?),
cansada de los hombres de siempre, decidió unirse a la colonia
reptiliana secreta junto a Blizzarov, el director de las Escuelas
Pía.