Ylúvatar era el dios a través del cual los Ainur daban forma al
mundo. Lloraba ante la belleza de sus creaciones y sentía que algo
se desquebrajaba en su interior, ante las improvisaciones caóticas.
A pesar de todo, era incapaz de cambiar el devenir de los
acontecimientos. Se dedicaba a observar su creación.
En el comienzo de los tiempos, Ylúvatar gestó en su mente una idea
de originalidad suprema. Dio vida a los Ainur para que, a través de
sus pensamientos de maravillosa naturaleza, y haciendo uso de la
música, generaran un mundo de la nada. A pesar de la fuerte conexión
entre los Ainur y su creador, uno de ellos, trató de improvisar
entre las sombras. El desconcierto de Ylúvatar fue mayúsculo, una
tristeza sin parangón se reflejó en la composición musical por él
inspirada. Melkor (Morgoth) fue el artifice de aquella artimaña. El
mundo nacía de entre una espesa niebla. Las especies fueron
emergiendo en su superficie y la historia de la Tierra Media y las
Tierras Lejanas fueron cobrando forma. Hasta el Gran Final.
Ylúvatar reposaba extasiado, después de haber contemplado aquel
espectáculo, entre lágrimas, euforias, sonrisas, desconsuelos y
algún que otro desliz. No estaba del todo satisfecho: antaño, uno
de sus músicos lo había insubordinado. A pesar de no ser un ente
rencoroso, aprender de los errores era algo intrínseco en su
naturaleza. Movido por el irreprimible interés suscitado por los
poderes que sustentaba, dispuso su imaginación, la tendió,
acariciándola y trabajó largas jornadas en un nuevo proyecto.
Al fin, extasiado y satisfecho, terminó su nueva obra. Como en la
anterior ocasión, desarrolló, a partir de sus pensamientos, a un
grupo de Ainur muy especial. De entre todos los buenos recursos que
de su mente emanaban, las más bellas criaturas del antiguo mundo
aparecieron dando forma a la orquestra de Ylúvatar. Sin duda alguna,
nuestro dios se había decantado por la iridiscente belleza de las
Eldar y mujeres de la antigua Tierra Media. De todas emanaba un aura
de magnificencia nunca antes vista. Era el toque de Ylúvatar.
Así pues, nuestra deidad no había hecho distinción de raza, entre
sus dos creaciones pretéritas originales. Durante todo aquel tiempo
de contemplación, nuestro ente-dios se había sentido atraído,
entre un remolino de orgullo y vergüenza, por la sutil y
embriagadora fragancia que emanaba del sexo femenino. ¿Qué extraños
cambios se le antojaban a Ylúvatar? ¿Era la vida contemplativa la
mejor manera de disfrutar de los frutos de su imaginación?
Se puso manos a la obra, llamó a sus Ainur, las dispuso a su
alrededor y empezó a darse forma. La sensación del crecimiento de
unos genitales en su cuerpo, lo llenó de una fuerza sobrehumana que
se expandió hacia las Ainur, que dispusieron sus instrumentos, para
dar inicio a la Segunda Música de las Ainur. Fue tal la sonoridad,
el sentimiento que pusieron en ello las mujeres, que Ylúvatar
decidió recrearse -a sí mismo- en cuerpo y semejanza de un macho
humano. Las Eldar seguían con sus parsimoniosas y delicadas
melodías. No obstante, una de ellas, de voz angelical entonó un
canto de aves, que resonaría por siempre en el nuevo mundo. A
diferencia de las sensaciones vividas con Melkor, la satisfacción y
el placer se hicieron presentes en los ojos de Ylúvatar. Y no sólo
en los ojos. Éste se convirtió en un fornido y musculado hombre,
que a los ojos de todas las Ainur fue gozo.
Los instrumentos de viento-metal vibraban al son de la marcha de las
percusionistas. Con dulces punteos, las delicadas manos de dos damas
Eldar percutían las cuerdas de las arpas. De entre la nada,
empezaban a brotar las primeras volutas de niebla, condensando en
mares. Paquetes de materia comprimida se fundían en lava que se
solificaba, formando montañosos continentes. La noche sobrevenía al
alba, expectante de la formación de un sol tórrido, magnánimo,
impotente. Ylúvatar lloraba de la emoción. Las Eldar de su
alrededor se unieron a su torbellino de sentimientos. De entre ellas,
nuestro dios-hombre vio acercarse una bermeja cabellera y unas
pequeñas orejas acabadas en punta. La Eldar cantaba emulando el
sonido del viento huracanado. Una voz siseante, profunda, penetrante
inundó los pabellones auditivos del dios, que perdía ligeramente el
hilo del espectáculo creador del que era cómplice.
El hombre deidad fue consciente de un cambio muy revelador, en la
expresión de la elfa. La primera impresión de inocencia y sutileza
se tornó determación y lujuria. Mostraba una sonrisa endiablada y
juguetona. Ylúvatar perdió la cabeza y se dejó llevar, inmerso en
la melodía llena de resentimiento por parte de las demás Ainur. La
Eldar se avalanzó sobre su presa fácil, que desorientado por el
efecto de su primera erección, se fundió entre las curvas perfectas
del cuerpo ocupado por Melina.
Ylúvatar ignoraba que, tiempo atrás, cuando Melkor decidió irse a
las sombras en busca de inspiración original, éste había
impregnado la imaginación de su dios de nuevos conceptos, sabiendo
que de ellos nacería Melina, la futura musa de Ylúvatar.
Enfrascados en una disolución de pasión, sudor, rabia y sangre,
Ylúvatar y Melina retozaban a la vista de las celosas Ainur. El tono
de la música se elevó, tronando. La roca se desprendió, los mares
se elevaron, los volcanes eyacularon fuego y los primeros seres vivos
murieron. La noche no tardaría en llegar, cuando la sombra de un
nuevo villano se alzaría en los confines de una nueva y terrorífica
Tierra Media.
19-12-13
Lord Galdor