Me presento

Hola a todos, soy Santi, alias Galdor. Desde que tengo 16 años, las palabras se han vuelto mis aliadas para crear mundos e historias, y para dar mi peculiar visión del mundo real que nos rodea. He publicado unos relatos recientemente, y ahora estoy a punto de publicar mi primera novela. No obstante, sigo escribiendo cortos relatos, que serán mi regalo a este lugar donde guardaré trocitos de mi ser. Mi mail es santi_galdor_quantum@hotmail.com, por si alguien quiere opinar de una manera más personal. Muchas gracias.

jueves, 19 de diciembre de 2013

Segunda Música de los Ainur


Ylúvatar era el dios a través del cual los Ainur daban forma al mundo. Lloraba ante la belleza de sus creaciones y sentía que algo se desquebrajaba en su interior, ante las improvisaciones caóticas. A pesar de todo, era incapaz de cambiar el devenir de los acontecimientos. Se dedicaba a observar su creación.
En el comienzo de los tiempos, Ylúvatar gestó en su mente una idea de originalidad suprema. Dio vida a los Ainur para que, a través de sus pensamientos de maravillosa naturaleza, y haciendo uso de la música, generaran un mundo de la nada. A pesar de la fuerte conexión entre los Ainur y su creador, uno de ellos, trató de improvisar entre las sombras. El desconcierto de Ylúvatar fue mayúsculo, una tristeza sin parangón se reflejó en la composición musical por él inspirada. Melkor (Morgoth) fue el artifice de aquella artimaña. El mundo nacía de entre una espesa niebla. Las especies fueron emergiendo en su superficie y la historia de la Tierra Media y las Tierras Lejanas fueron cobrando forma. Hasta el Gran Final.
Ylúvatar reposaba extasiado, después de haber contemplado aquel espectáculo, entre lágrimas, euforias, sonrisas, desconsuelos y algún que otro desliz. No estaba del todo satisfecho: antaño, uno de sus músicos lo había insubordinado. A pesar de no ser un ente rencoroso, aprender de los errores era algo intrínseco en su naturaleza. Movido por el irreprimible interés suscitado por los poderes que sustentaba, dispuso su imaginación, la tendió, acariciándola y trabajó largas jornadas en un nuevo proyecto.
Al fin, extasiado y satisfecho, terminó su nueva obra. Como en la anterior ocasión, desarrolló, a partir de sus pensamientos, a un grupo de Ainur muy especial. De entre todos los buenos recursos que de su mente emanaban, las más bellas criaturas del antiguo mundo aparecieron dando forma a la orquestra de Ylúvatar. Sin duda alguna, nuestro dios se había decantado por la iridiscente belleza de las Eldar y mujeres de la antigua Tierra Media. De todas emanaba un aura de magnificencia nunca antes vista. Era el toque de Ylúvatar.
Así pues, nuestra deidad no había hecho distinción de raza, entre sus dos creaciones pretéritas originales. Durante todo aquel tiempo de contemplación, nuestro ente-dios se había sentido atraído, entre un remolino de orgullo y vergüenza, por la sutil y embriagadora fragancia que emanaba del sexo femenino. ¿Qué extraños cambios se le antojaban a Ylúvatar? ¿Era la vida contemplativa la mejor manera de disfrutar de los frutos de su imaginación?
Se puso manos a la obra, llamó a sus Ainur, las dispuso a su alrededor y empezó a darse forma. La sensación del crecimiento de unos genitales en su cuerpo, lo llenó de una fuerza sobrehumana que se expandió hacia las Ainur, que dispusieron sus instrumentos, para dar inicio a la Segunda Música de las Ainur. Fue tal la sonoridad, el sentimiento que pusieron en ello las mujeres, que Ylúvatar decidió recrearse -a sí mismo- en cuerpo y semejanza de un macho humano. Las Eldar seguían con sus parsimoniosas y delicadas melodías. No obstante, una de ellas, de voz angelical entonó un canto de aves, que resonaría por siempre en el nuevo mundo. A diferencia de las sensaciones vividas con Melkor, la satisfacción y el placer se hicieron presentes en los ojos de Ylúvatar. Y no sólo en los ojos. Éste se convirtió en un fornido y musculado hombre, que a los ojos de todas las Ainur fue gozo.
Los instrumentos de viento-metal vibraban al son de la marcha de las percusionistas. Con dulces punteos, las delicadas manos de dos damas Eldar percutían las cuerdas de las arpas. De entre la nada, empezaban a brotar las primeras volutas de niebla, condensando en mares. Paquetes de materia comprimida se fundían en lava que se solificaba, formando montañosos continentes. La noche sobrevenía al alba, expectante de la formación de un sol tórrido, magnánimo, impotente. Ylúvatar lloraba de la emoción. Las Eldar de su alrededor se unieron a su torbellino de sentimientos. De entre ellas, nuestro dios-hombre vio acercarse una bermeja cabellera y unas pequeñas orejas acabadas en punta. La Eldar cantaba emulando el sonido del viento huracanado. Una voz siseante, profunda, penetrante inundó los pabellones auditivos del dios, que perdía ligeramente el hilo del espectáculo creador del que era cómplice.
El hombre deidad fue consciente de un cambio muy revelador, en la expresión de la elfa. La primera impresión de inocencia y sutileza se tornó determación y lujuria. Mostraba una sonrisa endiablada y juguetona. Ylúvatar perdió la cabeza y se dejó llevar, inmerso en la melodía llena de resentimiento por parte de las demás Ainur. La Eldar se avalanzó sobre su presa fácil, que desorientado por el efecto de su primera erección, se fundió entre las curvas perfectas del cuerpo ocupado por Melina.
Ylúvatar ignoraba que, tiempo atrás, cuando Melkor decidió irse a las sombras en busca de inspiración original, éste había impregnado la imaginación de su dios de nuevos conceptos, sabiendo que de ellos nacería Melina, la futura musa de Ylúvatar.
Enfrascados en una disolución de pasión, sudor, rabia y sangre, Ylúvatar y Melina retozaban a la vista de las celosas Ainur. El tono de la música se elevó, tronando. La roca se desprendió, los mares se elevaron, los volcanes eyacularon fuego y los primeros seres vivos murieron. La noche no tardaría en llegar, cuando la sombra de un nuevo villano se alzaría en los confines de una nueva y terrorífica Tierra Media.

19-12-13

Lord Galdor

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Identidad


La inflación volvía a apretar la soga de los cuellos de millones de argentinos, Córdoba se convertía en un nuevo vórtice de anarquía. La situación se tornó inaguantable, aunque el catalizador de las revueltas fue la huelga indefinida de los cuerpos policiales. El gobernador cordobés pidió, en vano, ayuda al gobierno central. Las unidades prometidas por el equipo político de la presidenta jamás llegaron. Aquella inseguridad inherente a la sociedad argentina se convirtió en una hipérbole fatídica. Las familias, conocedoras del alto nivel de delincuencia, se armaron, levantando barricadas en las esquinas de sus barrios. Los pequeños comercios fueron saqueados sin escrúpulos.


En uno de los barrios de Córdoba, una madre joven, Marta, y su hija de cinco años, Flor, intentan salvar sus escasas propiedades. Marta corre con su hija en brazos, histérica, expectante de unos brazos que las recojan a ambas, los del hombre que las abandonó cuatro años atrás. Saben la oleada que se acerca a su marchito hogar, oyen los primeros gritos de desesperación y pánico en el vecindario, no ven el momento de desaparecer de aquel inhóspito edificio, mas son incapaces de abandonar todo aquello por lo que habían luchado.
Gritos, sonidos de cristales rotos, botellas que vuelna de un lado a otro, la imagen vista desde el balcón de aquel pequeño ático las aterroriza. Se abrazan desconsoladas. Se miran y una fuerza sobrehumana se enciende en el interior de aquellas dos personitas. Flor baja instintivamente del regazo de su madre. La mujer se acerca a una mesilla de noche, abre un cajón y de éste extrae una flor de nenúfar.
  • Flor, une tus manos y acércalas hacia mí. –la niña obedece, con mirada cristalina- ¿Viste qué hermosura? Esta flor fue capaz de vivir suspendida sobre el agua, quiero que la lleves contigo, pase lo que pase. El verde de las hojitas es la esperanza y los pétalos, Flor, son tu identidad. –una lágrima recorre la mejilla de Marta. – Nadie te la podrá quitar, dulzura.
  • Mami, es preciosa, ¿qué haremos ahora?
  • Tú corre a esconderte dentro del armario, no te olvides de la florecita, guardarla entre tus manos. Dale, rápido. –se besan, mientras intentan mitigar el miedo que surca sus corazones, aquella maldita incertidumbre.
La niña corre a esconderse a un agrietado y gastado armario. Se agazapa en su interior, llevando el nenúfar cuidadosamente entre las palmas cerradas de sus manos. Minutos más tarde, un hacha atraviesa el débil conglomerado de la puerta del apartamento. El hedor de los seres que atraviesan el umbral de la legalidad es irrespirable: mezcla de mate, cerveza y alcohol de quemar. El pulso de Flor se acelera, se le hiela el aliento, mientras procura concentrarse en un punto de luz que atraviesa una rendija.
Los hombres saquean la miseria. Desde alguna parte de la vivienda, una terrible desolación femenina se hace cada vez más intensa. Uno de los ladrones se acerca al armario, lo observa, no le causa una gran impresión: es pesado y antiguo, no tiene intención de llevárselo. No obstante, una chispa de avidez, de codicia reaparece en su interior, ¿qué maravillas se esconden en aquel mueble tan bien tallado? Sin dudas, ni remordimientos, las fornidas manos de aquel truhan tiran de la madera. Las puertas están cerradas con llave. Una fuerza demoledora se desata en los brazos del ladrón, que con renovadas energías golpea la madera, astillándola. Un nuevo golpe, algo se mueve en el interior, un susurro, un suspiro, un nuevo crujido y un llanto ahogado.
Los dulces ojos de Flor se encuentran con los del maleante, inyectados en sangre.
  • Pero, ¿qué tenemos acá? Una linda mina. ¿Dónde está tu mamá, pequeña? –no recibió respuesta de la niña. – Che, carajo. ¿No te enseñaron a contestar a los mayores?
  • No a los desconocidos, señor. Además está robando en mi casa.
  • Cierto… Visto así. ¿Pero qué tenés acá, niñita, entre tus manos?
  • ¡No la toques!
Sin previo aviso, el hombre alarga la mano para robarle aquel preciado tesoro a la niña. Como una señal divina, una botella sostenida por una mano angelical, describiendo un movimiento circular, impacta en la nuca desnuda de aquel pendejo.


Un país, que cada día debía luchar por salir adelante, donde hacer la compra un día costaba 200 pesos y al siguiente subía a 400, tarde o temprano, iba a estallar. La policía siguió pidiendo, como tantos otros gremios, un aumento en sus sueldos, como única condición para parar la huelga. Las revueltas se multiplicaron a lo largo de la geografía argentina.