Tras
ciento cincuenta años de largo descanso, un desgarro en el continuo
espacio-tiempo permitió a Hermes abrir los ojos y levantarse de la
cama. Era de los que disfrutaba de una manzana por su primer
mordisco. Un crujido le daba un plus de intensidad al sabor de la
fruta. Se perdía con facilidad entre la maraña de pensamientos que
poblaban su mente. Nunca hacía lo que le recomendaban, por miedo a
tener que dar las gracias. Era de risa fácil, aunque exigía
templanza a los músculos de su cara. Cada mañana, buscaba un motivo
entre los recobecos de su imaginación, para darle un vuelco a la
rutina. Mientras los demás se rascaban las gónadas como mandriles,
él rehuía de los estereotipos, buscando un modo de compensar el
tiempo de inmobilidad causado por el sueño. Caminaba deprisa, aunque
nunca llegara tarde a ningún lado. Disfrutaba mirándose en el
espejo, poniendo caras graciosas, mientras los demás pasaban de
largo, ante aquel universo paralelo reflejado, lleno de
oportunidades. La vida de Hermes era plácida y solitaria. Ni
siquiera sabéis si Hermes era humano, animal o extraterrestre.
Tampoco leo nada sobre su físico. Y a pesar de eso, a mí,
personalmente, no me importaría que un asesino en serie como él,
con dichas cualidades, se sentara en mi mesa, a degustar una de mis
famosas berenjenas rellenas.
Dadle
a un hombre un bolígrafo y tergiversará cuanto quiera para que
veáis lo que él desea.
Y,
decidme, ¿cómo os lo habéis imaginado?
