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Lamento decirle que está
usted despedida. – así empezó mi día, soy Raquel. Mi condición de mujer me
había vuelto a pasar factura.
-
¿Por ser mujer, maldito
bastardo? –contesté energéticamente.- ¿O es que estás triste porqué tengo este
trabajo sin haberme agachado bajo tu escritorio?
-
¡Fuera de mi despacho,
ramera! –gritó amenazadoramente mi jefe. Cogí fuertemente mis deliciosos senos
y dije:
-
¡Serás el único que no los
probará, mamón! –y salí, dando un fuerte portazo.
Al salir de allí, fui cruzándome con mis excompañeros, que ya
intuían que estaba ocurriendo. Allí estaba con cara sería, Mario, no tenía una
gran técnica, pero siempre sabía como excitarme. Pasé por mi despacho y llegó
Aurora. Cuán cortas se me hacían las noches de trabajo con ella. Empecé a
recordar el primer día que nos quedamos solas y un calor eléctrico bajó por mis
pechos y mi vientre, hasta que mis braguitas se humedecieron. Una niebla se
posó en mis ojos y mi lengua humedeció mis labios. Aquella noche fue mágica.
Empecé a trabajar en el bufete Richter como ayudante del fiscal,
hace tres meses. Aurora y yo, en nuestro primer caso juntas, tuvimos que
quedarnos aquella noche a solas, recopilando información en contra de una
empresa farmacéutica. Yo buscaba en la contabilidad interna y ella en las
cuentas corrientes privadas del presidente. Aurora tiene algo que a todo
hombre, y en mi caso, mujer, le excita y es la implacabilidad. Cuando quiere
algo, lo consigue de cualquier modo. Me estuvo explicando que había hecho para
ganar su último caso.
Aurora luchaba, esta vez, contra una gran multinacional que
producía el componente activo de la vacuna para el cáncer de mama. Visto que
tenía mucha demanda, la empresa puso el precio por las nubes. Esto hacía de la
vacuna, algo inaccesible para el tercer mundo. Ante ella, se encontraba el
máximo compromisario de la multinacional, negociando las cláusulas de un
posible acuerdo. No era un buen acuerdo, pero ella vio algo en los ojos de
aquel hombre que podría ser una buena baza a tener en cuenta. Aurora llevaba su
camisa negra apretada con un buen escote, debajo de la chaqueta del bufete. Era
un día caluroso y pasándose la mano por la frente, suspiró un sensual “¡Qué
calor, permíteme que me quite la chaqueta!”, él, absorto, con la boca medio
caída, logró articular un “OK”. Luego, Aurora, al ver que tenía a su presa bien
cercada, le dejo ir, “Antes de firmar este acuerdo, déjame que yo exponga el
mío”, lamiéndose suavemente su dedo índice. De repente, Aurora se desabrochó un
botón de la camisa y sus voluptuosos pechos, cubiertos por esos sujetadores
blancos con transparencias y flores bordadas, saltaron de la presión que
ejercía la camisa sobre ellos. No la envidio pues me excita tocárselos.
Tocármelos a mi misma no es tan divertido. Así es ella la que se tiene que
conformar con los míos. Bien, el hombre sudoroso, al ver aquella obra de arte,
languideció, agarró su pluma, que estaba a punto de estallar y tachó el antiguo
contrato. Se abalanzó sobre Aurora, la besó, le mordió los labios, suavemente
pasó su lengua por su cuello, subió a aquellos deliciosos lóbulos, que Aurora
tiene acabando las orejas. Las sombras sonrosadas que se vislumbraba tras el
sujetador, dieron paso a dos bultitos liláceos que el empresario no dudó en llevarse
a la boca. Los lamió, los mordió, los liberó de su sujeción, los pellizcó y,
con ambas manos, los zarandeó. Aurora estaba muy excitada, como yo ahora cuando
lo pienso. El hombre, parecía más joven al tenerlo tan cerca, despojó a su
amante de sus braguitas que llevaba debajo de la falda de media pierna. Posó
sus dedos entre su bello púbico y separó los labios, notando que estaban muy
húmedos. Se dejó de preliminares y la penetró de todas las formas posibles. La
tumbó en su escritorio y la boca de Aurora salivaba por su miembro, que
introdujo intermitentemente con mucho placer. Al fin, el líquido que nos hace
nacer a todos brotó por dentro de la garganta de mi amiga, rellenando esos
dulces pómulos melosos. El hombre, extasiado, cayó de bruces al suelo. Aurora
logró bajar el precio en un cuatro mil por ciento.
Al escuchar este relato, la miré a los ojos, que eran verdes como
la hierba de los parques, y ardí por dentro. Una pasión desbordante me llevaba
de este mundo a los más oscuros confines del infierno y me hacía subir a las
más altas cumbres nevadas, deshaciendo glaciares y laderas. Le pase la
calculadora y me quemó con sus dedos. Le cogí la mano, con aquellas uñas largas
y bien pintadas, y me pasé sus dedos por la lengua, la boca, ardían en mi interior.
Perdí la vista y al recuperarla, ella me estaba besando. Su lengua se
entrecruzaba con la mía y recorría mis marfileños dientes. La cogí de las
manos, la tranquilicé y abriéndole la boca con la lengua, le fui recorriendo
sus labios con mi aliento, luego mis labios y luego mis dientes. Me moría de
ganas de morderla entera. Me lancé a ella, en su cómoda silla de escritorio, su
vientre ardía, sus pechos se estremecieron y rebotaron contra los míos. Caímos
las dos de la silla, sin hacernos daño, cayeron papeles al suelo, el parquet
crepitó. Plaqué a Aurora y con solo la ayuda de mis dientes, le arranqué la
camisa, aparté las tiras del sujetador, le mordí el cuello intermitentemente,
haciéndola sumirse en un éxtasis. Ella me destripó la blusa nueva y la tiró al
escritorio. Era directa, no quiso saber nada de mi sujetador y blandió mis
pezones, como si fueran dagas. Mis pechos, según ella, eran como un par de
peritas que aún les queda por madurar, turgentes, jóvenes y simpáticos. Rebotan
al azar y me dan un enfoque atrevido. Las aureolas de mis senos, simétricas,
oscuras y codiciadas (más de una vez, mi sujetador y mi escote dejan ver a los
hombres más de lo debido), eran mordisqueadas por Aurora hasta mi máximo
estremecimiento. Era un blanco seguro y ella se percató de ello. Ahora era ella
la que me placaba a mí. Se desprendió de mis zapatos nuevos, me levantó la
minifalda que llevaba aquel día y sumió su lengua por entre mis piernas. No
apartó braguitas, no hacía falta, si hubiera entrado alguien, me hubiera visto
el culo en pleno resplandor, pues es lo que conllevan los tangas. Por suerte
para mí y desgracia para el mundo, estábamos completamente solas. Me ardía, me
quemaba, me devoraba por dentro, mi clítoris bailaba al son de la lengua de
Aurora y mi cuerpo se mojaba para evitar incendios. Atraje su culo hacia mí y
descargué mi ira en su vagina. Le mordí los labios, le separé el bello y le
introduje mi lengua hasta que mi lengua tiraba de mí. Aurora con sus anacarados
dedos y sus oscuras uñas, me acarició las más recónditas zonas de mi interior.
Ambas sudábamos, acariciábamos nuestros lubricados y calientes cuerpos. En un
momento, me doblegó. Con sus lindos pezones, acarició mis labios, los apretó
para que los sintiera más adentro y, noté como si me desgarrara de placer. La
así de un brazo y la obligué a levantarse. Luego la tumbé violentamente y
entrecrucé nuestras piernas. Mi clítoris notaba sus labios, su clítoris notaba
los míos; los unos aferrándose a los otros. Fricción y más fricción, cada vez
más, nuestra humedad facilitando las cosas, saliendo sin más. ¡Diós! ¡Qué
orgasmo! ¡Orgasmos! Extasiadas y muertas por el cansancio caímos en un profundo
sueño. Al despertarnos, teníamos ambas una nota del jefe en sendos escritorios.
El mensaje lo podréis imaginar. Sexo o a la calle.
-
¡Raquel! ¡Raquel! Vuelve al
mundo real. –oí decir a una voz conocida.- deja de pensar en las musarañas.
Abrí los ojos y allí estaba Aurora zarandeándome. Noté que bajo
mis pantalones, había expulsado calor y humedad. Me la tiraría ahora mismo,
pero tengo que irme. Tendré que tocarme al llegar a casa. Espero que Aurora no
me haya mirado los pechos. Como os he dicho antes, Aurora hace lo que sea por
tener lo que quiere. Yo este trabajo, no lo quiero.
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