Rem era un chico ciertamente peculiar. Seguía sus principios, dejándose llevar por un instinto voraz, que penetraba en sus ojos, rasgaba sus neuronas y hacía bullir de impaciencia su inestable cerebro, moviendo rápidamente los músculos que fueran necesarios para llevar a cabo la acción que diera a entender al mundo que lo rodeaba, su indignación.
Así pues, Rem salió del tren
dirección a su casa, con la mala fortuna que al cruzarse con un paso de
peatones, el coche que se acercaba por la izquierda era conducido por un
despreocupado homínido que hablaba por su teléfono móvil. Los ojos de Rem
brillaron cual guerrero del espacio en día de luna llena y extendió su brazo en
el que cargaba una pelota de béisbol. Todos ya sabéis que ocurrió al momento.
La soltó, justo cuando el vehículo pasaba por delante de él, siendo omitida,
casualmente, la función de frenar en la distraída mente del conductor. La
ventana trasera estalló en mil pedazos (aunque ya sabéis que la mayoría del
amorfo material quedo sujeto a la puerta del coche).
Sólo quedaba cruzar un parque y
llegaría al parque donde lo esperaba su madre para cenar. Cruzó el paso de
peatones, ante la atónita mirada del posible suicida y sin llegar a acelerar su
cuerpo, siguió el camino pretendido inicialmente.
Segundos más tarde, el
malhumorado y obeso conductor, corrió extasiado en dirección al parque, donde
reinaba el más absoluto silencio. Vio a Rem y corrió hacia él, hasta
alcanzarlo. En que estabas pensando, dijo aquella bola de grasa. Acaso no ve lo
que ha hecho, recibió tales palabras de Rem, cuyo resultado fue una expresión
de incertidumbre e ira. Maldito mocoso, maldito mocoso, dime dónde vives,
granuja./ Vivo hacia allí, contestó el muchacho, pruebe en los cuatrocientos
cincuenta timbres y, vigile. Muchos de mis vecinos no soportan las
intromisiones./ Así pues, no volverás a casa esta noche, por lo que veo. /
Supongo que usted tampoco tiene prisa./ Así es. Y el tiempo pasó...
Hasta que el teléfono móvil de
Rem vibró en el bolsillo de su pantalón, haciéndole llevar su mano al interior
de donde salió con un pequeño dispositivo arañado. Era su madre que preguntaba
por su hora de llegada. Éste le contestó que llegaría un poco más tarde de lo
normal, a causa de una avería en el tren. Esas palabras enloquecieron al mal
conductor que alargó las manos hacia el teléfono del chico. Dame eso, gritaba.
Se zarandeaban a causa de sendas fuerzas y el dedo de Rem logró dar por cerrada
la llamada. No obstante, la mirada del hombre rugió y el temor hizo debilitarse
las fuerzas que Rem ejercía sobre el móvil. Al momento, el ancho ser humano
hizo girar sus puños en círculos concéntricos y soltó a gran velocidad el
pequeño aparato. El teléfono estalló en el suelo.
Ya estará usted contento, dijo el
adolescente, ha logrado arrebatarme un viejo trasto inútil (que estaba a punto
de cambiar por otro, gratuitamente) y destrozarlo ante la inapelable mirada de
los árboles que nos rodean. Bravo. Mientras usted se ha preocupado por algo
material, su coche ha sido desguazado en medio de la calle y, lo más
decepcionante de todo: no ha parado a pensar la atrocidad que hubiera podido
hacer conduciendo como lo hacía. Es usted un monstruo, dijo mientras se
alejaba; dejando al hombre con la mirada llena de temor ante la furtiva
observación de la que era víctima por parte de los ojos que habían aparecido en
la corteza de aquellos árboles.
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