Me presento

Hola a todos, soy Santi, alias Galdor. Desde que tengo 16 años, las palabras se han vuelto mis aliadas para crear mundos e historias, y para dar mi peculiar visión del mundo real que nos rodea. He publicado unos relatos recientemente, y ahora estoy a punto de publicar mi primera novela. No obstante, sigo escribiendo cortos relatos, que serán mi regalo a este lugar donde guardaré trocitos de mi ser. Mi mail es santi_galdor_quantum@hotmail.com, por si alguien quiere opinar de una manera más personal. Muchas gracias.

viernes, 5 de septiembre de 2025

Balón en juego

El Scheels Center olía a madera barnizada, a zapatillas que chirrían y a tensiones que llevan años fermentando. Fargo se había aprendido de memoria las fechas: 1986, 1989 y 2005 enmarcados en rojo (South Bruins)1977, 1987, 2002, 2006 y 2023 en azul (North Spartans). Tras el campeonato de 2023, los del norte desempataban y tomaban ventaja, ya que, el campeonato de 1977 era repudiado y rechazado por la hinchada roja dada su antigüedad. La ciudad, que también era la que desde hacía años registraba la tasa más alta de criminalidad en el estado, respiraba ese olor a duelo doméstico y a rumor de calle al tiempo que la afición llenaba las gradas. Nada allí era solo un partido: era memoria y maquinaria, historia familiar y tejido social. 

Al descanso la pizarra marcaba North Spartans 34 — South Bruins 26. Ocho puntos y un ambiente que saboreaba la posibilidad de victoria de los azules. Había odio que no se decía en voz alta y estrategias que no cabían en una sola tiza. El entrenador Tom Keller, cuyo paso del North al South todavía se contaba como un sacudón político en los pasillos del instituto, repasaba jugadas como quien prepara un expediente; su llegada a los Bruins había reavivado rencillas de directivas, resentimientos de padres y expectativas de revancha. 

El segundo tiempo comenzó con un rasgueo de intensidad. Tres minutos después de reanudarse el juego, el balón quedó suelto en el centro de la pista tras un intento de penetración del base azul. Era una jugada elemental —dos bases midiendo tiempos— pero la historia familiar la convirtió en símbolo: el base del North, Ethan Hagen (nieto del héroe azul de 1987 y con su padre campeón en 2006), empujaba la ofensiva, abría líneas. Frente a él, el base del South, Liam Benson (nieto del capitán rojo de 1986 y con un padre que celebró en 2005), no se limitó a contener: robó la pelota con una rapidez que sonaba a costumbre heredada. 

En la fracción que siguió al robo, el escolta del South ya se descolgaba hacia el contraataque, pies volando, espacio abierto como una rendija hacia la canasta contraria. Liam, base rojo, levantó la cabeza buscando el pase largo: un latigazo de velocidad, una invitación a la esperanza. En la misma acción, Ethan —el base azul— trató de recuperar el terreno perdido; sintió la urgencia de cortar la jugada y, en un reflejo viejo y aprendido, saltó con la intención de taponar el pase. 

Pero la física, en esa tarde en que las historias parecían empeñadas en volverse hechos, no cumplió la coreografía esperada. En vez de describir la parábola habitual, el balón salió proyectado de manera horizontal, con una fuerza distinta. No fue un rebote alto y suave, sino un latigazo que cruzó a la altura del torso. Dado el ángulo y la potencia, el cuero golpeó con virulencia el pecho y la zona del estómago de Liam. El efecto fue inmediato: Liam se hundió hacia atrás, las manos sobre el tórax, la mirada que intentaba pedir explicación. El gimnasio, que hasta entonces latía con cánticos y ritmo, pareció quedarse sin aire. 

Lo que siguió fue una cadena de actuaciones mecánicas: RCP en la pista, el desfibrilador preparado, voces que comandaban. Pero la clínica se enfrentó a la contundencia del suceso: compresiones, respiración de emergencia, y una camilla que se llevó al jugador fuera mientras la pantalla del marcador parecía irrelevante. Para muchos fue un accidente incomprensible; para otros algo mayor se insinuó en el borde del pensamiento. 

Fargo no necesitó esforzarse para complicar la lectura. Ser la ciudad con mayor incidencia de conductas violentas en el estado aportó una sombra extra —no porque ahí hubiera pruebas, sino porque la sospecha se asienta mejor donde la historia ya tiene aristas oscuras—. Vecinos murmuraron que en una ciudad así la intuición de buscar motivos era casi una segunda naturaleza. Los rumores comenzaron a esparcirse con la agilidad de siempre: ¿fue un pase manipulado? ¿un balón defectuoso? ¿un simple accidente de una jugada mal calculada? ¿un acto con intención velada? Las repuestas se eludían en la misma medida en que la gente quería creer algo que cerrara la herida. 

La contratación de Keller por los Bruins —el técnico que vino del North— se convirtió de inmediato en una bisagra narrativa. A los ojos de algunos, su llegada había exacerbado el hambre roja por títulos y encendido una retórica más agresiva en los entrenamientos; a los ojos de otros, no era más que un profesional con ambición. En ese contexto, cada detalle tomó forma de prueba: un mensaje anónimo que había llegado días antes al teléfono de un jugador —“No falles”—; un balón nuevo en el almacén con su nota de compra; una figura captada en un vídeo borroso recogiendo balones antes del partido; un rasguño reciente en la furgoneta del club rojo. Las piezas existían, pero, como piezas aisladas, no ataban una historia definitiva. 

La policía local abrió diligencias con una contención que no disipaba la inquietud: “hechos a esclarecer”, dijeron los comunicados oficiales. Se recogieron grabaciones, se analizaron ángulos. En las repeticiones en cámara lenta, la pelota parecía a veces describir un giro inexplicable; en otro corte se veía una fricción mínima, un golpe casi convencional. Los peritos mecánicos analizaron el balón sin hallar manipulación evidente. Los ángulos distintos ofrecieron lecturas contrapuestas, y la ciencia no entregó una respuesta categórica: el choque lateral que convirtió la trayectoria en proyectil podía ser un golpe fortuito, una combinación de fuerzas, un azar cruel. 

La medicina, por su lado, apuntó a explicaciones técnicas que mitigaban la violencia de las conjeturas. Se mencionó la posibilidad de commotio cordis, ese fenómeno en el que un impacto dirigido al tórax, en el momento preciso del ciclo cardíaco, provoca un paro fulminante sin dejar grandes huellas externas. También se consideraron arritmias ocultas y predisposiciones genéticas que, en jóvenes atletas, pueden permanecer silentes hasta que un episodio extremo las desencadena. El informe médico preliminar habló de “impacto torácico compatible con lesión aguda” y de “posible componente arritmogénico”, términos que ofrecían explicaciones técnicas, pero no disipaban las preguntas morales de la comunidad. 

En las familias se encendieron luces distintas. Los Benson —cuyo apellido rojo llevaba las celebraciones de 1986 y 2005— vivieron la tragedia expuesta al escrutinio: la veneración antigua por los títulos se mezcló con la rabia, el dolor y la sospecha. Los Hagen —que en su linaje azul conservaban 1987 y 2006— enfrentaron la culpa social y el peso de las miradas. Los jugadores de ambos bandos salieron a la calle observados; los padres se miraban en el supermercado con gestos medidos; el bar de la esquina se convirtió en tribunal de opinión. 

La prensa local, esa que aprende rápido a moverse entre la noticia y la narración, sirvió de amplificador: reportajes que pedían rigor, columnas que alimentaban conjeturas, foros donde se tejían teorías. Algunos divulgadores, con la prisa del click, editaron secuencias que, fuera de contexto, parecían confirmar lo que querían decir. Otras voces pidieron cautela y destacaron que en el deporte las acciones son instantáneas y que la intencionalidad es una categoría difícil de aplicar en medio segundo. 

Meses después, las piezas del rompecabezas no encajaban en una sola figura. Algunas pistas se enfriaron: el mensaje anónimo resultó ser un exabrupto de un grupo de chat; la figura en el almacén alegó que movía balones por inventario; la factura del balón nuevo estaba en regla. Sin embargo, la ciudad había cambiado: protocolos médicos nuevos aparecieron en todos los gimnasios —desfibriladores, controles más rigurosos—, la asamblea escolar instauró códigos de convivencia, y comenzó un debate sobre la responsabilidad de los adultos para limitar una rivalidad que se revelaba peligrosa. 

Para muchos, la pauta seguía siendo la misma: la vida real no cede fácilmente a las certezas. La autopsia y los exámenes complementarios ofrecieron combinaciones de factores que podían explicar la tragedia sin precisar intencionalidad. Los informes hablaban de impacto torácico y de factores predisponentes, y concluían, en términos jurídicos y médicos, que no se alcanzaba la certeza absoluta sobre una intervención deliberada. Esa frase, contenida y devastadora, dejó a Fargo con un vacío preciso: ni absolución ni acusación rotunda. 

La ciudad, además, conservó su costra de inquietud porque su propia historia facilitaba la lectura sospechosa. Que Fargo fuera la localidad con mayor incidencia de hechos violentos en el estado no transformaba las pruebas, pero sí facilitaba que la gente inclinara su imaginación hacia la posibilidad de que aquello hubiera sido buscado. Las tardes siguientes se llenaron de preguntas que no se cerraban: una mano que rozó la pelota, el balón proyectado en línea horizontal, el torso que recibió el impacto, la caída, la camilla que se llevó al jugador y el silencio que quedó en el estadio como un cajón enorme. 

Al final, nadie obtuvo la certeza que buscaba. Para algunos, fue la suma de un golpe fortuito y una fragilidad cardíaca oculta. Para otros, la ambición por recuperar el título, la llegada del técnico rival y los mensajes provocadores ofrecían un motivo plausible. Ambas versiones convivieron durante años en la memoria colectiva. La verdad siguió fuera de alcance y quedó flotando entre hipótesis contradictorias. 

Y así, mientras los trofeos seguían en vitrinas que parecían atesorar ya no solo glorias sino advertencias, Fargo aprendió a vivir con la ambigüedad. El eco de aquella jugada —el robo veloz, la mirada al contraataque, el salto que quiso taponar el pase, el cuero que, contra todo cálculo, cruzó en horizontal y golpeó el tórax— se reprodujo en charlas, homenajes y debates, sin que la última palabra llegara nunca. Esa zona gris, alimentada además por el telón de una ciudad que ya conocía el lado oscuro de la vida pública, fue lo que quedó para siempre: la sensación de que algo pasó entre dos generaciones que arrastraban su rivalidad, y la certeza, también, de que nadie pudo demostrar de forma concluyente si aquello fue pura fatalidad o algo con intención escondida.